El presupuesto

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El gobierno presentó esta semana su presupuesto de ingresos y gastos para el 2017. En buena teoría, la elaboración, discusión y aprobación del plan de gastos debería ser parte de un ejercicio de planeamiento estratégico del gobierno. Ahí debería quedar reflejado qué se quiere hacer, con qué recursos se contará y cómo se utilizarán dichos recursos. En la práctica, otra cosa es lo que sucede.

Por un lado, el presupuesto que el gobierno presenta a la Asamblea corresponde únicamente a los poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial y Electoral. No incluye a las instituciones autónomas, cuyos presupuestos superan a los del mismo gobierno, pero que este no controla, ni tiene injerencia en su elaboración.

Por otro lado, el Poder Ejecutivo está atado de manos por varias leyes, algunas incluso con rango constitucional, que le obligan a gastar en ciertos rubros. Está el 8% del PIB para educación, las reglas para asignación de gastos al Poder Judicial y al Tribunal de Elecciones, las transferencias al Conavi y otras. El gobierno estima que el 88% de su gasto es obligatorio por mandato legal o constitucional, más otro 7% que es “rígido”. Es decir, el gobierno de turno solamente puede decidir cuánto gastar sobre el 5% de su presupuesto, y sobre cero del de las autónomas.

Encima, el problema, en lugar de mejorar, empeora. El gobierno nos dice que en el presupuesto del 2017 se incluyen ¢335.000 millones para obligaciones que surgen de nuevas leyes. Bajo esas circunstancias, la oportunidad de hacer planeamiento estratégico es prácticamente nula.

Ahora bien, los gobiernos siempre tienen algo más de flexibilidad para reasignar gastos según sus prioridades, que lo que dicta el papel. Por ejemplo, en el pasado, bajo la premisa de que nadie está obligado a cumplir lo imposible, gobiernos no le trasladaron al Conavi la totalidad de los recursos que le correspondían por ley. De igual manera, el 8% del PIB para la educación no se cumplirá sino hasta el 2017, a pesar de que la ley obligaba llegar a ese nivel en el 2014.

El problema de fondo es la aprobación de nuevas leyes que generan nuevos gastos y responsabilidades para el gobierno, sin saber cuál es el costo, ni quién pagará por él. De ahí que para ir resolviendo el problema, debería exigirse que cada proyecto de ley contenga un estimado del costo de su implementación y un dictamen del Ministerio de Hacienda de cómo hará para cubrir dicho costo. Tal vez así los diputados, y los que piden nuevas leyes, tengan un poco más de conciencia de lo que cuestan las cosas.