El facilismo iluso en educación no conduce a buen puerto

Se han acumulado problemas de inmenso calibre en la educación y no existe una toma de decisiones estratégicas y pertinentes.

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Para enfrentar los problemas que vive y vivirá la sociedad en estos tiempos, resultan imprescindibles el desarrollo de capacidades superiores de pensamiento en el alumnado y una base cultural, tecnológica y científica amplias, que nos permita navegar en un mundo cada vez más demandante, impredecible y complejo.

Desarrollar estas capacidades está lejos de ser simple; no depende solo de nuestra aspiración, interés o buenas intenciones. Esto es así, particularmente en una época en la que, tal como lo señaló el visionario Manuel Castells, “la mente humana es por primera vez una fuerza productiva directa y no solo un factor decisivo del sistema de producción”. La equidad en el acceso a una buena formación es fundamental en nuestro tiempo.

Estas preocupaciones las evoqué de nuevo hace unos días, cuando escuché a Isabel Román presentar los resultados del Estado de la Educación del 2023. Después de ser portadora de tan duras noticias —tarea que ella siempre asume con particular lucidez, aplomo y compromiso—, terminó haciendo un llamado a la acción.

No es casual que haya hecho una apelación tan neta y clara a hacer algo pronto. Poner en marcha acciones y abordajes para desarrollar capacidades superiores —y, sobre todo, para superar las inmensas deficiencias que adolecen nuestros estudiantes hoy— exige amplio conocimiento de los procesos cognitivos en las distintas etapas del desarrollo y un planteamiento pedagógico y didáctico centrado en el aprendizaje y pensado con visión a corto, mediano y largo plazo. Exige además capacidad para priorizar, formar, gestionar, comunicar y evaluar.

Grave problema educativo

Lo que está en juego es mucho y muy crítico. Se han acumulado problemas de inmenso calibre y diversidad en la educación nacional y no existe aún una toma de decisiones estratégicas y pertinentes que el país conozca y que se estén concretando en las aulas y en las regiones.

Carecemos aún de un sistema robusto de macroevaluación. No se ha empezado siquiera por la entrega a las universidades de nuevos perfiles de formación de educadores ni de las propuestas de cambio para el desarrollo de los directores de las instituciones educativas.

Ante esta realidad, podemos entrar en una desesperada situación de parálisis por exceso de análisis o simplemente en estado de acomodaticia negación, evasión o inercia. ¿Cómo mantener, entonces, una actitud constructiva y seria frente a la difícil realidad que enfrentamos? ¿Cómo evitar la evidente tendencia a echar las culpas a “los otros” para luego cambiar de tema? ¿Cómo elegir una dirección eficaz para lograr superar los escollos? ¿Cómo buscar sinergias para sacar adelante la tarea?

Como es evidente, no es una tarea que se pueda cumplir en medio del aislamiento, pues desborda por mucho la capacidades y los recursos de las instituciones y las autoridades.

Sabemos bien que el análisis que produce el Estado de la Educación se fundamenta en serias investigaciones especializadas —al menos 25 en esta ocasión—. Es producto, además, de procesos de discusión, indagación y reflexión arduos y cuidadosos. Si este trabajo monumental, sostenido a lo largo de los años no se aprovecha para inducirnos a cambiar el curso de la educación nacional y a impulsar transformaciones certeras y auténticas, esa valiosa producción corre el riesgo de convertirse en un angustioso referente histórico que alguien citará en el futuro diciendo “bien que nos lo dijeron”.

Aporte para la educación

Simplemente, ¡no podemos permitirlo! Están en juego el futuro de los jóvenes y del país; de lo que hagamos o dejemos de hacer depende su desarrollo. El propósito de quienes producen el informe es precisamente el de aportar elementos que favorezcan el diálogo; con ellos se busca generar discusión, contribuir a la búsqueda de soluciones, incidir en una transformación sostenible y constructiva que logre una mejor formación de las nuevas generaciones y favorezca una labor educativa más plena y gratificante para los docentes.

Estamos ante conclusiones que, además, fueron sometidas al tamiz de múltiples expertos de muy diversas formaciones académicas, experiencias e inclinaciones ideológicas, con miras a la búsqueda de vías para la superación de los obstáculos.

En ese proceso, las autoridades de cada administración siempre son invitadas a la mesa para que lo conozcan y opinen al respecto antes de su publicación. La meta es encontrar caminos que potencien las capacidades de los educadores y de las generaciones jóvenes, es también ofrecer recursos y planteamientos que permitan enfrentar mejor las fallas y limitaciones que, irremediablemente, tiene todo sistema y que debemos subsanar. El informe nos da una tremenda campanada de alerta.

Resulta claro que cada uno debe echar para su saco y asumir las responsabilidades que le corresponden desde el ámbito en que se desempeña. Toda persona medianamente informada comprende que vivimos en un mundo social de interdependencias.

La solidaridad, la preocupación por el desarrollo y el bienestar de los otros es un rasgo fundamental de la historia humana, de ella han dependido en gran medida nuestra evolución y nuestra subsistencia como especie. Esa actitud nos conmina a preparar un terreno mejor para las nuevas generaciones, sobre todo cuando se trata de la educación pública, pues en ese esfuerzo se juega el porvenir de cientos de miles de estudiantes que viven en condiciones cada vez más vulnerables.

Combatir la apatía requiere determinación, pero también conocimiento, compromiso y visión. Exige voluntad, recursos intelectuales y económicos. El problema de fondo surge, más bien, cuando no nos involucramos, cuando asumimos una actitud indiferente frente a hechos realmente significativos.

¡La cultura del “porta’mí”, del “yo no fui” o del “a mí qué” puede sentar las bases de nuestra condena! Pero antes que los demás, las autoridades tienen una responsabilidad ineludible y deben asumirla. La descalificación hacia la que parecen propender algunos es estéril y peligrosa. Atacar al mensajero o desconocer sus méritos es una vieja táctica que una sociedad lúcida e informada no puede permitir.

Consejo Superior de Educación

Muchos nos preguntamos dónde está el Consejo Superior de Educación como responsable de “la orientación y dirección de la enseñanza oficial”. Como instancia constitucional esa es su obligación. Así lo dispone su ley constitutiva —N.° 1362— que expresamente dice, en el artículo 2, que el Consejo “deberá participar activamente en el establecimiento de planes de desarrollo de la educación nacional, en el control de su calidad y buscará no solo su desarrollo armónico, sino su adaptación constante a las necesidades del país”.

¿Qué piensa y qué propone ese órgano constitucional, encargado de velar por enrumbar y preservar lo bueno del sistema educativo? ¿Cómo tiene previsto reorientar las políticas públicas, dentro del campo de sus competencias, para lograr el cumplimiento de los fines superiores de la educación nacional? ¡Su invisibilización y su silencio en este momento nos abruma.

Rollo May, destacado psicólogo norteamericano, nos advirtió hace unas décadas que los problemas “predicen el futuro”. Paradójicamente, agrega, esta importante particularidad de los problemas no siempre es apreciada adecuadamente. Parece una obviedad, pero hay que repetirlo y tomar conciencia de sus implicaciones.

A fin de cuentas, los problemas resultan ser predictores de lo que vendrá. Para confrontarlos no sirven de nada ni el desdén ni la apatía de las autoridades que tienen la responsabilidad y la autoridad para enfrentarlos.

¿Dejará el país que la dura denuncia del Estado de la Educación se convierta en un dato más que guardaremos incómodamente en lo profundo de nuestra conciencia personal o colectiva? ¿Hasta cuándo tendremos que esperar para que las autoridades competentes enrumben este barco hacia un puerto seguro?

clotilde.fonseca@gmail.com

La autora fue ministra de Ciencia y Tecnología.