Distorsión del poder local

En vez de llevar la problemática nacional hasta el nivel local, las ambiciones mezquinas de caciques dominan toda la arena política

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La descentralización tiene la más profunda trascendencia democrática, pero en Costa Rica ha tomado un rumbo nefasto, en su significado más etimológico: “Lo que no se debe hacer” (ne facis). El principio de subsidiariedad sitúa las competencias de gestión pública en la dimensión territorial más adecuada para su ejercicio óptimo y, así, ilumina la preeminencia del poder local en el nivel más cercano a la ciudadanía.

El municipalismo va más allá de lo administrativo. Es la escuela de la democracia participativa construida desde abajo, en cantones y municipalidades, lugares naturales de la vida cívica republicana al acceso de cada hogar. Maravilloso ideal político, una Atenas en cada pueblo, un Demóstenes en cada localidad. Pero lo que ocurre es una aberración de ese ideal.

Los últimos acontecimientos muestran la degeneración nacional desde su perspectiva dolorosamente más cercana. El cáncer nos carcome desde ahí y no se limita a actos puntuales de corrupción, por extremos que sean. Hemos tolerado “dictadores democráticos” que se perpetúan legalmente en el poder. La ley que lo permite es, en sí misma, perversión del ideal democrático.

En vez de llevar la problemática nacional hasta el nivel local, las ambiciones mezquinas de caciques dominan toda la arena política. Cada partido nacional se ha municipalizado y desde ese ámbito restringido se lleva la batuta pública. El inmenso poder de caudillos locales decide presidentes, diputados y distribución de presupuestos. ¿Podía don Carlos Alvarado oponerse a los alcaldes cuando reclamaban excepción a la regla fiscal? Eso le costó la cabeza a un ministro de Hacienda que no supo medir los alcances del poder de los caporales.

¿Quién le pone el cascabel a esos gatos? La Asamblea Legislativa demostró, hace apenas unos días, su pleitesía. El Ejecutivo tiembla frente a ellos y varios precandidatos dependen de su apoyo. Sin embargo, un editorial de La Nación advierte del peligro de gatopardismo, hacer cambios cosméticos para que nada esencial cambie.

En buena hora llegó el caso Diamante para enseñarnos los recovecos más oscuros de esa medusa de 83 tentáculos. Una advertencia: la ilegalidad de la aparente aceptación de sobornos de compañías constructoras no es lo peor. Lo más nefasto es tener estructuralmente corrupto el sentido democrático del poder local.

vgovaere@gmail.com

La autora es catedrática de la UNED.