Diálogo de sordos

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La semana anterior, impresionantes multitudes se manifestaron en grandes ciudades, principalmente del hemisferio norte, para –según cierta ligereza informativa– “protestar contra el cambio climático”. Solo el irrespeto a la propia inteligencia podría llevar a afirmar que más de medio millón de neoyorquinos marcharon bajo una consigna tan poco cuerda: protestaban, no contra el cambio climático –que habría sido como hacerlo contra el diámetro de los paraguas italianos–, sino contra la falta de acción de los dirigentes de los Gobiernos y de la economía frente a las amenazas que, para el futuro de la humanidad, representan las modificaciones antropogénicas del clima. La absurda formulación mediática de los motivos de las protestas hacía juego con la tozudez –por lo demás, perfectamente explicable– de quienes practican con respecto al problema de fondo un negacionismo a ultranza.

Es lógico que, en torno a ese tema general, se den discrepancias sobre la importancia relativa de los factores que podrían juzgarse como naturales, ajenos a los modelos de desarrollo de las sociedades, y aquellos en los que influyen seriamente las formas irracionales de explotar los recursos del planeta. Sí resulta incomprensible la posición de quienes incluso niegan que el cambio climático esté ocurriendo y ponen oídos de tapia a las informaciones científicas que demuestran, por encima de todo, una aceleración del fenómeno que nos hace pensar, incluso a quienes querríamos ser optimistas, que las manifestaciones de protesta llegaron tarde. Al parecer, pasamos del punto de no retorno antes de que una proporción importante de la humanidad tomara conciencia de que ese punto de no retorno era alcanzable.

La ciencia puede generar sus propias supersticiones. En un programa de radio, un comentarista relativizaba la importancia del cambio climático señalando que el futuro de la especia humana depende “más bien” de la celeridad con que se resuelvan los problemas de la exploración de otros cuerpos celestes del sistema solar, lo que equivale a predecir que, aunque hemos sido incapaces de detener el deterioro de los mares y la atmósfera terrestres, en pocos años adquiriremos la destreza necesaria para “domesticar” las complejidades ambientales de los otros planetas y sus satélites. La sonda enviada desde la India a explorar el planeta Marte incluye un detector de metano, bajo la premisa de que “la presencia de ese gas sería indicio seguro de la existencia de vida”, aun cuando la ciencia terrícola ha mostrado que una porción del metano que se produce en el planeta es de origen estrictamente mineral.