De frente: La amenaza de la corrupción

Uno de los grandes males de la región, generador de más pobreza y desigualdad, al que nuestra democracia imperfecta debe aprender a hacer frente.

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No hay que ser un observador avezado de América Latina para identificar la corrupción como uno de los grandes males de la región. En los últimos cinco años, ningún país latinoamericano se ha librado de algún escándalo que no sacuda los cimientos de la política local. Hay tres vertientes por lo cual hay que prestarle especial cuidado a este flagelo.

Una de ellas es que la corrupción genera más pobreza y desigualdad. Así lo determinó un estudio del FMI de 1998, que encontró no solo una fuerte correlación entre estos factores, sino también la existencia de una relación causal que se materializa en un menor crecimiento económico y una menor eficacia del gasto social. Lo interesante de esta investigación es que adopta una definición amplia de corrupción, que incluye prácticas legales como subsidios estatales a sectores pudientes de la sociedad o exenciones tributarias a grupos poderosos. El expolio, como bien lo señalara Frédéric Bastiat en el siglo XIX, también puede ser legal.

Otro desafío tiene que ver con la manera como la corrupción alimenta el populismo y viceversa. Ya lo hemos visto en varios países de la región: una figura externa se presenta en una elección como la campeona del pueblo que luchará contra las élites corruptas y hará una limpia del sistema. Lo que en realidad ocurre es que el populista usa la batalla contra la corrupción como excusa para desmantelar las instituciones democráticas, acumular poder y empoderar a una nueva camarilla corrupta que le es fiel. Es más, no es inusual que los demagogos aprovechen percepciones magnificadas de corrupción que no guardan relación con la realidad.

Lo anterior nos lleva a la última arista, y es cómo la corrupción cada vez más sirve de excusa para rechazar la necesidad de aprobar reformas estructurales. Es muy común escuchar a gente en América Latina decir que, si tan solo los políticos dejaran de robar, no habría que reformar sistemas de pensiones insostenibles o eliminar subsidios onerosos. En Costa Rica, el chivo expiatorio por excelencia para rehuir la discusión sobre ordenar el gasto público es la supuesta enorme prevalencia de la evasión fiscal. La corrupción no solo es un gran mal en sí mismo, sino que trae consigo otros flagelos a los que nuestras democracias imperfectas deben aprender a hacerles frente.

jchidalgo@gmail.com

El autor es analista de políticas públicas.