¿Cuál es nuestro desafío esencial?

Lo que verdaderamente amenaza a las sociedades es el declive de su cultura, pero más importante es contestar qué estimula esa decadencia.

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La situación fiscal es una preocupación legítima, pero cuando la discusión gira monotemáticamente en torno a ella, el riesgo es olvidar el verdadero desafío. Las sociedades no necesariamente colapsan por dificultades en su sistema económico o democrático. Esos, usualmente, son solo síntomas de un mal mayor. Lo que verdaderamente amenaza a las sociedades es el declive de su cultura. Los negacionistas sostienen que las decadencias culturales no existen. Pero la siempre impertinente realidad histórica no les da la razón y está plétora de ejemplos de culturas que nacieron, se desarrollaron, alcanzaron el clímax —muchas de ellas incluso gloriosas— para caer en un proceso decadente que finalmente las hizo experimentar terribles sufrimientos o incluso desaparecer.

Ejemplos hay por decenas. La más documentada de tales decadencias fue la del mundo grecorromano. Durante el transcurso del apogeo de su poder imperial, sus generales se preocupaban más por intrigas y disputas, poniendo o deponiendo emperadores, y usufructuando el poder. Esto permitió que sus enemigos aprovecharan los vacíos defensivos que aquello generó, como finalmente lograron los bárbaros.

Las tribus bárbaras eran nómadas y primitivas, carentes de conocimiento escrito. Aún peor, la única forma de organización que conocían era la atávica cohesión depredadora, y se repartían el botín recogido por sus vándalos. Pese a ello, la decadencia de Roma llegó a tal extremo que, a partir del siglo III d. C., aquellas hordas se enseñorearían sobre lo que, hasta ese momento, había sido la cultura más compleja de la historia.

En el 410 d. C., san Jerónimo resumió la situación con una frase lapidaria: “Los sollozos interrumpen mi dictado, ¡ha sido humillada la ciudad que dominó el mundo entero!”. Podría continuar citando ejemplos que describen este tipo de realidades, recordando la caída del imperio victoriano o la decadencia del poder de los sóviets, la invasión de los hicsos que estimuló la caída del gran Egipto o cómo la corrupción de sus custodios dio pie a la destrucción por Tito, en Jerusalén, del majestuoso segundo templo.

Causas. Pero más importante es contestar qué estimula la decadencia de una cultura. Lo primero es reconocer la realidad de la corrupción del carácter humano. La asfixia de la libertad es lo primero que el mal causa. En las culturas donde se da preeminencia a los valores, las libertades son necesariamente complementarias.

En otras palabras: no existe ninguna libertad que requiera la asfixia de otra para existir. Ahora bien, esto no quiere decir que deba desconocerse que los derechos y deberes ciertamente gozan de una escala jerárquica.

El apogeo de la cultura le da valor preeminente al ideal. Por el contrario, una característica cardinal de la decadencia es la sobrevaloración del placer egoísta. Así, el síntoma principal de todo declive es cuando no se estima el esfuerzo.

Por ello, un damnificado de dicha devaluación es la ética del trabajo. Tal perspectiva me ha hecho creer que el mayor mérito intelectual del nobel Vargas Llosa radica en la severa crítica contra esa propensión hedonista de la actual sociedad occidental. Para él, el mayor problema cultural de Occidente se refleja en una sociedad obsesionada con la autocomplacencia egoísta, la sobreestima del espectáculo, el escándalo morboso y la ética de mínimos. Las fronteras éticas y los códigos de vida que obstruyan los apetitos son repudiados. La espiritualidad que no exija compromisos morales se torna moda y se imponen agresivas las ideologías moralmente utilitarias y estrictamente materialistas.

Vivir el hoy. Aún más, cuando el placer es objetivo existencial y valor prevalente, se vive para el presente. ¿Cuál es la perversa implicación económica de una sociedad que vive para el presente? Lo primero que causa el “totalitarismo” de la inmediatez es el culto supremo al consumo aquí y ahora. Incluso el crédito se desnaturaliza, y ya no es herramienta de inversión, sino de mero dispendio, pues las personas y las sociedades se vuelven incapaces de retardar la gratificación.

Las consecuencias de no ser capaces de retardar la gratificación son funestas. Los psicólogos lo saben. Así, la gratificación ya no es una derivación del esfuerzo, sino otro fin del placer en sí mismo. La consecuencia cardinal es que la economía deja de ser lo que debe ser, o sea, instrumento de la cultura para resolver necesidades legítimas que elevan nuestra condición de vida integral, sino que el mercado se supedita al gasto sin propósito.

La economía termina sirviendo al usufructo superficial y, en el peor de los casos, vicioso. Por otra parte, la naturaleza inmediatista de las sociedades hedonistas las hace renunciar al ideal de progreso. Esto acarrea un pesimismo vital que promueve la noción generalizada de que la historia carece de relevancia y no tiene sentido el porvenir.

A partir de que tal premisa se introyecta en la psiquis colectiva, el espíritu cívico pierde sentido y, con ello, la participación política. Es entonces cuando, en la función pública, los vividores y oportunistas acechan en el espacio vital de los patriotas.

Relativismo. El imperio del relativismo es otro indicio revelador del retroceso cultural. Allí no existe el concepto de verdad, y por tanto tampoco la escala que garantiza la prevalencia de los valores. Las consecuencias que ello acarrea son, por una parte, el drástico deterioro del principio de autoridad, y, por otra, la quiebra de la solemnidad.

Épocas en las que, como dijo Alberto Cañas, muchos aspiran a que el clérigo oficie misa en camiseta porque la mediocridad aborrece las escalas jerárquicas, y donde los parámetros se desprecian la autoridad se deteriora.

Zygmunt Bauman le puso un sobrenombre a esa decadencia occidental: “Modernidad líquida”. Las sociedades “líquidas”, sostenía Bauman, son hostiles a las virtudes y exaltan lo vulgar. Esto último ha acarreado otra funesta consecuencia, de la que nos alertaba con vehemencia el poeta y crítico Thomas S. Eliot: la desnaturalización del arte.

El objetivo del arte no es otro que alcanzar una forma de trascendencia inmaterial, por la vía del deleite estético. Si no es manifestación del espíritu, este no tiene sentido. Sin embargo, el declive cultural de nuestra mercantilista sociedad del placer ha corrompido el arte degradándolo a límites inimaginables; tristemente célebre fue una exposición que hizo en 1999 el Museo de Brooklyn, donde un exhibicionista cobró notoriedad al presentar una supuesta obra de arte en la que profanó una imagen sacra, intercalando recortes de revistas pornográficas y excremento. No quepa duda: el verdadero desafío es siempre cultural.

fzamora@abogados.or.cr

El autor es abogado constitucionalista.