Crimen sin pasión

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En un artículo cuyo tema era la cólera, el gran escritor Claudio Magris afirmaba: “Cuando Shiva mata o cuando Krishna en el Bhagavad Gita, el texto sagrado indio, explica a Arjuna el deber de combatir y, por tanto, de matar, no hay ira alguna, solo obediencia a un código. Taoísmo y budismo ignoran la cólera o la rechazan como ilusión, deseo, engaño de la sed de vivir”. El planteamiento general del autor me pareció interesante, pero no puedo dejar de pensar en que, si la cita anterior se mantuviera aislada, podría convertirse en la justificación de todos los verdugos, desde Eichmann hasta Arpaio, y en una excusa más de quienes, después de cometer atrocidades, declaran haber actuado en estricto cumplimiento del deber, desprovistos de cólera o de odio.

La obediencia debida ha sido el argumento exculpatorio más frecuente de grandes y pequeños monstruos. ¿A cuántas ignominias no conduce el vasallaje reglamentado, al que tantos se someten conscientemente con tal de disfrutar de algunas migajas del poder? Hasta los verduguillos más insignificantes aducen que en sus actos no priman la ira, el odio, u otra pasión semejante, y que ellos simplemente se esmeran, en aras del bien general, en obedecer órdenes superiores. Órdenes cuya superioridad, claro está, se origina en el poder mismo y no en principios morales, políticos o religiosos.

Me sorprende, también, que este admirable autor permita que en el párrafo citado se deslice la sugerencia de que los budistas, tan solo por ser budistas, no son susceptibles de caer en la práctica de la cólera criminal. Prueba de lo contrario es que, en nuestros días, en Myanmar (Birmania), ocurre una feroz limpieza étnica cuyos ejecutores —una gobernante y su Ejército— son budistas que han actuado con un odio, una saña y un cinismo indistinguibles de la ira criminal.

Dicho sea de paso, el que la gobernante en cuestión sea toda una galardonada con el Premio Nobel de la Paz no es más que la siniestra confirmación de la ligereza con la que la opinión pública de Occidente sucumbe ante los embelecos de la publicidad y la propaganda. Si quienes le concedieron ese galardón hubieran hurgado en sus antecedentes, le habrían hallado falta de méritos para recibirlo. Aunque, es probable, negárselo no habría evitado que se cometiera esta nueva atrocidad.