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A mediados del 2009, se instaló una comisión independiente de investigación sobre la participación del Reino Unido en la guerra de Irak, encabezada por sir John Chilcot. Esa comisión presentó hace pocos días lo que ya se conoce como el “Informe Chilcot”, abultado mamotreto de doce volúmenes y más de seis millones de palabras que, de ser publicado alguna vez en forma impresa, se convertiría en una seria amenaza para los bosques de nuestro deforestado planeta.

Aprovechemos el tema para recordar la simbólica, y no por ello menos ridícula, participación de Costa Rica en aquella invasión ilegal que tuvo como protagonistas estelares a EE. UU. y el Reino Unido, secundados por una nutrida comparsa de Estados entre los cuales se destacaron, enviando escuálidas pero valerosas fuerzas expedicionarias, El Salvador, Nicaragua y República Dominicana.

Se afirma que no habrá quien sea capaz de leer la totalidad del prolijo documento; pero, a tono con el proverbial sentido práctico británico, la comisión presentó un resumen ejecutivo de cien páginas del que, a su vez, se hizo un resumen que ajustaremos a la brevedad propia de esta columna limitándonos a destacar que Tony Blair, el primer ministro que zambulló al Reino Unido en aquella guerra, y el político inglés contemporáneo más venerado por la socialdemocracia costarricense, usó tanto la mentira para justificarse, y fue tan nocivo para el mundo, como G.W. Bush. (Pasó por nuestra mente la posibilidad de completar un trío con José María Aznar, pero considerando que España solo fue una extra más en la comparsa, decidimos dejarlo en paz).

A decir verdad, las conclusiones del Informe Chilcot ya habían sido vislumbradas por la opinión pública occidental –élite y populacho incluidos–; pero lo extraordinario de ahora es la reacción personal de Tony Blair, quien tozudamente se niega a reconocer la catástrofe que contribuyó a desatar a fuerza de alambicados embustes.

Justo es decir que esa actitud no debilita nuestra hipótesis de hace ya más de un año, según la cual la conversión de Blair al catolicismo, tras su salida del gobierno, se explica porque, en su fuero interno, pretende contar a la hora de la muerte con el recurso del arrepentimiento por el incalculable desastre que ayudó a causar, una idea tal vez sugerida por la ópera de Carl Orff, De temporum fine comoedia, en la que Lucifer recupera su lugar privilegiado en el cielo, al lado de Dios, tan solo con exclamar: “Padre, he pecado”. Así de fácil.