Cómo llevar a cabo una reforma del Estado planificada

Existe literatura suficiente sobre los elementos esenciales que deben ser tomados en cuenta para emprender un cambio significativo en la estructura estatal

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Uno de los factores de éxito cuando se decide comenzar un proceso de cambio, particularmente en un Estado, al cual Hegel, el filósofo alemán, consideraba la más importante institución de la sociedad, es la puesta en común, entre los actores sociales y políticos, de una pregunta básica: ¿De qué se está hablando.

El seguimiento del discurso político en la campaña electoral ofreció varios arquetipos sobre la reforma. Para algunos, reformar el Estado es reducir la planilla con cargo al presupuesto del Gobierno Central, para otros es cerrar o fusionar instituciones que realizan funciones similares o complementarias, otros dicen que la reforma es privatizar algunas actividades y algunos sugieren achicar el Estado o copiar recetas que han funcionado en otras latitudes o son promovidas por organismos internacionales.

Quizá sea posible encontrar variantes híbridas de propuestas, pero con solo estos cinco arquetipos existe suficiente evidencia para señalar cómo la carencia de una visión común del proceso de cambio puede conducir a resultados que empujarían al país hacia un futuro más incierto y complejo.

Una reforma del Estado debe contemplar algunos elementos esenciales, no es una lista taxativa ni exhaustiva, ni debe ser vista como un proceso político solamente, sino también técnico y metodológico.

Tres pasos para la reforma

En primer lugar, la reforma debe ser conducida y facilitada por un ente legitimado ante la sociedad, con capacidad técnica. Un ente cuya “neutralidad” lo faculte para convocar a los actores que deben reflexionar de manera colectiva sobre el futuro del Estado costarricense.

En segundo lugar, en consonancia con el octágono del cambio desarrollado por el profesor de la Escuela de Negocios de Harvard John Kotter, el punto de partida es crear un “sentido de urgencia”. No es mi intención desarrollar los ocho pasos, sino mencionar solo tres de ellos.

El primer paso es aportar datos y análisis retrospectivos y prospectivos para respaldar la decisión de cambio con el fin de que la sociedad vea con confianza el proceso. No es una improvisación o promesa; es una necesidad.

El segundo, de acuerdo con Kotter, es “crear una coalición” promotora del cambio. Esto implica ganar apoyo de actores clave que faciliten integrar el interés de estos en el proceso y, con ello, ganar viabilidad, apropiación y aceptación del proceso.

El tercero es aportar una visión común con respecto hacia dónde vamos con la reforma, qué Estado necesita nuestro país en los próximos veinte, treinta o cuarenta años para construir una sociedad más productiva, justa e igualitaria.

En síntesis, la reforma debe garantizar las condiciones de gobernanza de quienes la llevan a cabo y la planificación del proceso de cambio, al cual probablemente deberán hacerle ajustes; sin embargo, siempre con una visión de futuro para definir el rumbo.

Los tres horizontes

Mi intención es influir en la sociedad con el objetivo de superar la idea de que una reforma del Estado costarricense sea únicamente un cambio en la estructura institucional. De hecho, esta es la última que debe transformarse una vez tenida la claridad acerca de cuál es el Estado que necesitamos como sociedad. La estrategia precede a la estructura, y no a la inversa.

Un elemento metodológico que podría ser eficaz para estimular el uso del pensamiento prospectivo y estratégico en esta fase es utilizar lo que el investigador Bill Sharpe denominó el “método de los tres horizontes”.

El primer horizonte plantea la continuidad. En otras palabras, mantener la forma básica de hacer las cosas, con muy ligeros ajustes, como abrir alguna que otra oficina o cerrarla, crear ciertos programas públicos, redefinir sectores o modificar determinada ley de menor orden estructural, pero, en esencia, mantener el mismo Estado, aunque la sociedad esté en constante cambio.

El segundo horizonte se conoce como el de la innovación, en el cual se logran resultados positivos en el funcionamiento del Estado, su alineamiento con prioridades de la sociedad mediante el desarrollo de capacidades para aprovechar oportunidades emergentes y anticipar amenazas.

En este se prioriza una estructura, lo cual puede conllevar cambios en instituciones, fusiones y cierres, pero trasladando tareas y recursos a otras porque se mantiene la esencia del Estado.

El tercer horizonte alude a la transformación significativa del Estado y la generación de valor público. Se trata de novedades significativas en la forma de ser y hacer del Estado, de cambios profundos en la organización política y la prestación de los servicios públicos. Veríamos cambios de fondo, más duraderos, es decir, tendríamos un nuevo Estado.

Liderazgo del Mideplán

En consecuencia y de acuerdo con la institucionalidad del país, una reforma del Estado tendría como su facilitador técnico al Mideplán, institución a la cual por ley le corresponde esa función, así como la de propiciar la gobernanza del proceso, esto es, los acuerdos entre los actores y su grado de participación.

Una vez definido el primero de los puntos resaltados en este artículo viene la propuesta de Kotter. Considero que hay cantidad suficiente de diagnósticos que dan como resultado la urgencia del cambio. Entonces, avanzaríamos a la fase dos, que es crear una coalición técnica y política que acompañe al Mideplán en el proceso, que le dé lo que ahora llaman “músculo” a la conducción, combinando lo técnico con lo político.

¿De dónde debe salir la visión de Estado costarricense? Es el resultado de un proceso prospectivo, para el cual tomamos las grandes aportaciones hechas en Costa Rica por diferentes sectores y los análisis llevados a cabo por el propio Mideplán, el Estado de la Nación y la Academia, entre otros.

Si añadimos las tendencias de cambio en el mundo y las oportunidades tempranas, tendremos los ingredientes para empezar una reforma planificada del Estado costarricense.

jc.mora.montero@gmail.com

El autor es docente en la UNA y la UCR.