Chocolate sin cacao

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Luis Guillermo Solís, candidato del Partido Acción Ciudadana, admitió la urgencia de promover una reforma tributaria para incrementar los ingresos del Estado. La suya es una rara ruptura con la perversa lógica de la campaña política, cuyos postulados aconsejan negar a ultranza la necesidad de imponer nuevos tributos o elevar los existentes.

En otras tiendas, los postulantes recurren a un viejo y gastado arsenal de argumentos para crear la ilusión de un camino transitable sin perturbar el bolsillo de los contribuyentes. El tema queda zanjado con la promesa de combatir la evasión, controlar el gasto y frenar el desperdicio.

Ninguna Administración lo ha logrado, salvo meritorias mejoras, en algunos casos, y resultados muy parciales en todos. Los candidatos, todavía sin historial de gobierno, prometen una administración diferente, capaz de triunfar donde otras no lo han hecho.

Si hablaran los técnicos, negarían la posibilidad de enfrentar el déficit fiscal, el creciente endeudamiento público y los retos de infraestructura con la fórmula mágica de mejorar el cobro y racionalizar el gasto. Las dos medidas constituirían avances apreciables, pero ni siquiera los cálculos más optimistas excluyen la necesidad de ingresos frescos.

El colmo de la incoherencia, de cuya abundancia no hay manera de quejarse, es negar la necesidad de nuevos recursos, prometer la disminución del gasto y, acto seguido, enumerar las obras y servicios cuya disponibilidad quedará garantizada con la victoria electoral.

La política, al parecer, exige la invención del chocolate sin cacao o, cuando menos, fingir la posesión de su fórmula. Es alquimia tropical, pura y simple, ejecutada frente a un auditorio ansioso de vivir la fantasía, no solo en el ámbito tributario, sino también en otros, igualmente espeluznantes.

Ni siquiera a Solís se le ha ocurrido sugerir, por ejemplo, la necesidad de enfrentar la crisis del régimen de Invalidez, Vejez y Muerte mediante el aumento de las cuotas, la postergación de la edad de jubilación, la disminución de los beneficios o una mezcla de todas las anteriores. Es un hecho cierto y no tiene vuelta de hoja, pero es, también, un hecho incómodo, tanto que la actual Administración apenas disimuló su prisa por pasárselo al próximo alquimista.

A diferencia del tema tributario, no hay razones prefabricadas para sustentar la factibilidad de vivir más, cotizar menos y obtener mayores beneficios. La matemática, en este caso, es mucho más cerrada. A falta de argumentos etéreos, como los ensayados para descartar el aumento de impuestos, la prudencia llama a guardar silencio en el reino de la fantasía electoral.