Budismo con cafeína, por favor

Si el budismo ha de tener un impacto en Occidente y causar una diferencia real en su cultura, ha de mantenerse lo más fiel posible a ese perfil original de pensamiento crítico

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Desde que nació, hace 2.500 años, la enseñanza de Buda tuvo un carácter crítico, de desafío de algunas de las doctrinas brahmánicas de las que surgió, y con las que rompió en aspectos fundamentales, como la idea de un alma o yo permanente, o bien la hipótesis de Dios (Brahma), la que, más que ser negada, simplemente se la desactivó, se la dejó sin función en el trabajo del ser humano para su liberación de la ignorancia y el sufrimiento en la que se encuentra inmerso, y la que, más bien, a ratos fortalece la jaula en la que moramos.

No teísmo. No es tanto que el budismo sea ateo, en el sentido de negar, de manera polémica, al dios o a los dioses de las diversas tradiciones culturales en que se fue insertando, sino que estos serían, si existieran, innecesarios. Los dioses que se ven en algunos de esos desarrollos budistas posteriores son metáforas de las propias posibilidades humanas de realización, o formas sublimes de existencia que, sin embargo, tampoco escapan al círculo de sufrimiento, sin importar que sus capacidades y tiempos sean enormes según la escala humana.

Con el budismo mahayana de los primeros años de nuestra era, su talante crítico se reactivó con el “segundo Buda”, Nagarjuna, que extendió la nadidad del yo al mundo (cuya realidad el primer budismo todavía respetaba) con la formulación de la teoría de la vacuidad del cosmos, el cual no tendría una existencia objetiva, separada del sujeto, sino interdependiente y relativa. De nuevo, no es que el mundo no exista; sí, existe, pero no como creemos, fijo y autónomo, sino fluido y pluricausado, igual que el yo, que existe en cuanto proceso, no como esencia, no un “individuo” monolítico, sino un “sujeto” efecto de un proceso de constantes identificaciones, sujetado por la ilusión de autonomía.

Crítica de las identidades. Como puede apreciarse, a diferencia de otras religiones y filosofías, que fundamentan sus asertos en esencias, si algo distingue al budismo desde su inicio es la crítica de las identidades individuales, colectivas o metafísicas, del tipo de: el yo, lo divino, el mundo o la nación. Buda y Nagarjuna se adelantaron a las propuestas deconstruccionistas de Lacan y Derrida en milenios, al grado de que ahora algunos de los seguidores de estos franceses están volviendo sus miradas curiosas hacia aquellos asiáticos precoces.

La disolución de identidades ha sido, en principio, su sello filosófico, con un sentido transgresor de la vida convencional, aunque, claro, en la práctica social sus instituciones monásticas tuvieron que pactar con el mundo y formar parte de este, a veces de manera apabullante, como en las sociedades budistas del sur de Asia (pienso en Tailandia, por ejemplo) o en el Tíbet de antes de la invasión china a mediados del siglo pasado, de la misma manera en que lo hicieron otras religiones.

Budismo en Occidente. A partir del siglo XX, sobre todo, en su segunda mitad, el budismo se esparció de forma más amplia en Occidente (Estados Unidos, Europa y, últimamente, América Latina) y, como en su historia anterior, ha tenido que adaptarse a las nuevas culturas. En un ambiente de creciente secularización, de retroceso de la religión tradicional, y dado su perfil no dogmático, encontró cierto público educado, con antecedentes seculares o judeocristianos, que lo ha adoptado, no sin modificarlo.

Ya desde mediados del siglo XIX, cuando el budismo comenzó a adquirir para los occidentales una imagen propia separada del hinduismo, estos se sintieron atraídos por su ética compasiva y su filosofía racional (que no racionalista), compatible con la ciencia, aunque se sintieron extrañados de que eso se diera en un marco no teísta. Las comparaciones entre Buda y Cristo no se hicieron esperar. Que uno exalte la compasión y el otro el amor ha llevado a muchos a pensar que se trata de lo mismo, olvidándose de que la compasión budista va siempre acompañada de la sabiduría, esto es, de un proceso autocognitivo que reconoce la fantasmidad del yo y del mundo, y no se levanta sobre una mera base emocional con presupuestos teístas.

Budismo sentimental. Buena parte de la expansión budista en Occidente en el siglo pasado se dio en contexto hippie y new age, sin llegar a confundirse con ellos para el ojo conocedor. Dado el sentimentalismo y narcisismo de dichas corrientes de acogida, muchos extrapolan tales características al propio budismo, hasta algunos de sus propios maestros, quienes para facilitar su difusión, transigen en estos aspectos. El resultado ha sido en ciertas franjas una suerte de budismo sentimental, descafeinado, asentado en las “buenas” emociones, en una meditación “relajante” o en la adopción de nuevos rituales, descuidando aquellas prudentes palabras de H.P. Blavatsky de 1877 cuando, tras su aceptación del budismo filosófico, advertía de que “no se trata de renunciar a un grupo de ídolos para acoger otro”.

Algunos han llevado el budismo a sus particulares propuestas intelectuales y políticas. Así, ciertas feministas, en vez de explorar la vacuidad del género sexual, robustecen neoesencialismos alrededor del “principio de la dakini” (lo femenino budista). Los animalistas y vegetarianos de diversa prosapia desarrollan cruzadas fundamentalistas, más allá de la tolerante persuasión, en contra de los humanos carnívoros. Apuestan por la acción “compasiva” hacia los animales, aunque esto signifique violencia hacia lo humano; esto es: compasión sin sabiduría, budismo sin comprensión.

Alto octanaje búdico. El budismo no es una mística, si por esto se entiende la fusión con una alteridad trascendente. Lo es, si se define mística como crítica del yo y del mundo, a la manera de Mauthner y Borges. Así que no es una práctica de oraciones, arrebatos y trances. Tampoco es un activismo ni su opuesto, un quietismo, sino que en él la acción, cuando surge, vuela con las alas de la compasión y la sabiduría. No es ascético ni hedonista: ni se rechaza ni se promueve la sensación, se le contempla sin identificarse con ella. No busca apuntalar instituciones e identidades, sino entenderlas y, si es del caso, favorecer luego ciertos rumbos y no otros.

Si el budismo ha de tener un impacto en Occidente y causar una diferencia real en su cultura, ha de mantenerse lo más fiel posible a ese perfil original de pensamiento crítico (no confundir con “pensamiento líquido” a lo Zygmunt Bauman). Sus nuevos adeptos han de adoptarlo con ese filo y no mellarlo con usos acomodaticios menores. No bajar el octanaje de su gasolina, ah, y recordar que la cafeína está en su sangre, pues sin ella no hay despertar.

El autor es escritor.