Biopolítica

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A juzgar por la abundancia de peces que se ve en los océanos, ahí ningún animal debería pasar hambre. El pez grande se come al chico, dicen, y a creer que hasta el comido muere saciado. Pero podría no ser siempre así. Puede que, en medio de ese hervidero de carne fresca y centelleante, el hambre apriete con mucha frecuencia y tal vez eso no se note porque, al carecer de talle, los peces no tienen cinturón que ajustarse. Un naturalista español se preguntaba, con fines pedagógicos, qué ocurriría si en un paraje marino se encontraran de pronto L, M y N, tres peces de distintas especies, en condiciones tales que L se puede comer a M y este se puede comer a N. El resultado es obvio: después de dos bocados sucesivos, L queda solo, gordo y satisfecho. Pero ¿qué pasaría si se pudieran comer indistintamente entre ellos? No pasaría nada, sugiere el maestro peninsular, los tres glotones conservarían la calma y, sin dejar de vigilarse mutuamente, se desplazarían lentamente hasta un lugar donde abundasen las sardinas, comerían hasta reventar y mantendrían así una pacífica convivencia entre ellos.

Pero ¿qué tal si la política se parece a la naturaleza más de cuanto imaginamos? Muchos predicen que, al concluir la jornada electoral de este día, habrá, por un lado, tres peces grandes de tamaños semejantes y mutuamente ingurgitables y, por otro, un cardumen de diez indefensas sardinas que ni siquiera podrán nadar por sus vidas. Enseguida, en un acto dictado por una disposición constitucional que juzgamos primitiva, el TSE meterá una red en el agua, sacará al menor de los grandes sobrevivientes y, dentro de unas semanas, tendrá lugar la pelea final a dentelladas.

Así funcionaría, en todo caso, nuestro sistema electoral y se puede suponer que, si se tratara de un sistema parlamentario moderno, las cosas ocurrirían de manera diferente y más a tono con la cazurra racionalidad de la naturaleza. Los tres peces políticos “mamulones” se enfrentarían a la siguiente alternativa: declarar la imposibilidad de formar gobierno y provocar la convocatoria a nuevas elecciones, o apostar a la estabilidad inmediata y, sin agitar demasiado las aguas, buscar la manera de armar –quizás con el aporte de algunas de las sardinas– una coalición más o menos viable y susceptible de revisión y reacomodo futuros. A eso se le llamaría “gobernabilidad”. Con las anteriores elucubraciones no se pretende sugerir que los cerebros de los políticos tienen menos neuronas que los cerebros de los peces: la diferencia –que con toda probabilidad existe– se hallaría, más bien, en la forma de hacer funcionar esas neuronas.