¡Ay de los vencedores!

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“La historia la escriben los vencedores”, reza el manido lugar común. Eso pudo haber sido cierto en el pasado, cuando algunas veces el vencedor lograba aniquilar a la totalidad de los vencidos y a todos los testigos de su victoria (y, junto a estos, hasta los documentos que en el futuro pudieran develar la verdad de lo acontecido), o los efectos de la victoria se prolongaban durante tanto tiempo como para que cierto día los descendientes de los vencidos amanecieran creyéndose nietos de los vencedores, o la gloria de haber vencido resultaba ridícula gracias a lo nimio del botín obtenido o del territorio conquistado, en cuyo caso las versiones contadas por el vencedor y el vencido resultaban idénticas. Pero todo parece indicar que en nuestro tiempo el ritmo de los acontecimientos y la abundancia documental hacen que cualquiera de esas circunstancias sea sumamente improbable, con la consecuencia de que los vencedores de hoy se tienen que conformar con practicar un simple juego de propaganda en el que ningún ser humano inteligente esperaría hallar un asomo de verdad.

Tal vez el punto de inflexión se dio cuando, tras el final de la guerra de Vietnam, los estrepitosamente derrotados intentaron ocultar lo ignominioso de su singular catástrofe mediante una campaña propagandística con el propósito de presentar la independencia de Vietnam como un resultado diabólico. Sin embargo, el caso que mejor pone en evidencia que la propaganda no convierte a los derrotados en vencedores es el fracaso palmario de la intervención angloestadounidense en Iraq –angloestadounidense porque los demás actores de aquella violación del derecho internacional basada en las mentiras de Bush y Blair no fueron más que comparsas, entre las que Costa Rica fue ridículamente incluida por un inefable presidente nuestro–.

Las noticias que nos llegan de Iraq hoy, dos años después de una supuesta retirada de los invasores extranjeros, nos muestran un país devastado, en plena guerra civil y políticamente desmembrado, y nos recuerdan que, de no haberse dado aquella sórdida agresión, más de un millón de seres humanos no habrían muerto. Habrá que buscar en los manicomios a los historiadores que a partir de ahora se atrevan a escribir la “historia” del triunfo de las potencias occidentales y la instauración de la democracia en Iraq.

Lo único cuerdo que sería válido escribir sobre ese lamentable episodio político-militar sería una reflexión sobre la efímera victoria de la mentira y la barbarie, y sobre la condenación eterna que se merecen los estultos que creyeron la primera y luego aplaudieron la segunda.