Ante lenguajes divergentes, buscar necesidades urgentes

La política tiene que ser el lugar de un auténtico diálogo con el fin de alcanzar la más viable convivencia.

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El lenguaje es una de las más grandes expresiones de lo humano porque nos permite codificar el mundo en categorías que pueden ser entendidas por otros. Sí, el lenguaje es la más grande herramienta de comunión que poseemos, pero al mismo tiempo es independiente de nuestro querer porque evoluciona, es flexible, es instrumento de creatividad y, sobre todo, es transmisor de nuestra subjetividad.

El lenguaje, como ninguna otra realidad humana, es también símbolo de la anarquía. ¿Cómo es posible conjugar comunión (en su sentido más estricto: participación en lo común) con anarquía (es decir, ausencia del poder público o colectivo)?

No hay duda de que el lenguaje nos define, porque no solo nos introduce en la esfera social, es lo que nos permite distinguirnos en medio de la masa. Por eso, considerar lo que nos pasa hoy en Costa Rica en lo político, puede ser iluminado desde el uso del lenguaje.

¿No se ha tratado de eso en toda la campaña electoral? Sin duda alguna, todo discurso y palabra proferida, sea en pronunciamientos oficiales, sea en las preguntas hechas en los debates o en las respuestas espontáneas de los protagonistas políticos, han sido expresiones de un lenguaje particular, orientado hacia los otros y decididamente publicitario. Pero con ello se ha subrayado solo una dimensión de la comunicación, la anarquía comunicativa.

En efecto, comunicarse es un arte que se mueve entre dos extremos: buscar la conciliación o la divergencia. Normalmente, ambas cosas se dan al mismo tiempo, porque por medio del matiz suscitado en nuestras expresiones somos capaces de comunicar multiplicidad de emociones y conceptos. Por lo general, nuestro interés es hacer que el otro entienda nuestro interior y la sensibilidad que nos mueve a tener determinadas posturas frente al mundo y los demás. Pero la publicidad tiene otro objetivo: hacer resaltar la unicidad de la propia persona o propuesta. Hay que dar casi por descontado que “publicitarse” implica “despublicitar” al adversario. En otras palabras, silenciar su pretensión de ser aceptado por los otros.

Competencia y conflicto. Aquí estriba uno de los mayores vacíos de la democracia, que todavía se debate entre la competencia inter pares y el conflicto inter diversos. Hay que hacer caso al uso de esos dos sustantivos, que son distintos: competencia y conflicto. La competencia es una rivalidad que no necesariamente conlleva al enfrentamiento encarnizado; cosa que es típica del conflicto, que en cierto sentido es inevitablemente polarizador. Nuestro sistema, por bueno que sea, no define la decisión electoral a partir de estas dos categorías, porque se mantiene neutral a estas distinciones y, seguramente, a propósito. Es, empero, en cierta medida una posición mediocre porque con miras a la libertad se admite que el conflicto es válido, sin definir sus límites; y, todavía más, mantiene que la rivalidad entre iguales, que muchas veces es solo señal de egoísmo o envidia, es del todo razonable.

Cuando competencia y conflicto llegan a su clímax, se vuelven ausentes la razón y la objetividad, porque la visceralidad hace del otro carne de cañón. Entonces, el lenguaje comienza a tender hacia la divergencia absoluta, pero cada vez más artificialmente.

Otra característica del lenguaje es que su uso lo convierte en una realidad autónoma a los individuos, que necesitan de este, pero que no lo pueden controlar totalmente. Cuando la comunicación con otros se vuelve confrontación, el uso del lenguaje tiende a la abstracción, porque evoca realidades que se dicen inmutables, pero que no son otra cosa que deformaciones parciales de la realidad experimentada y que terminan desembocando en la intolerancia conceptual. Palabras y conceptos se vuelven huecos, porque terminan en condena y odio.

Tergiversación. Aquí se encuentra la razón primera de nuestro drama nacional: no nos anclamos en la realidad para comunicarnos, la tergiversamos para imponernos. Por eso, han surgido de todos lados posiciones extremas que no tienen sentido porque traicionan no solo la realidad social, sino nuestros mismos sentimientos y experiencias cercanas. En otras palabras, no hablamos de la vida y de lo que ella nos exige, elucubramos en ideologías y, por ello, en luchas de poder para dominar y determinar el discurso del pueblo.

¿Acaso alguno de los discursos mantenidos hoy es ampliamente representativo de las voces de nuestra gente? La fragmentación de las elecciones pasadas es un indicador claro: no se establece una real y objetiva comunicación entre los políticos y el electorado porque no se habla de la vida. Las banderas se alzan en frentes que enfatizan el conflicto y que van desde la diversidad en la identidad sexual hasta las políticas económicas. Eso exacerba los ánimos de tantos que se sienten desatendidos y olvidados. Y, como consecuencia, recrudece la polarización en el lenguaje y el discurso, pero que se alejan exponencialmente de la realidad.

Así, nos recriminamos ensueños y no hablamos de situaciones objetivas, experimentadas vitalmente y sentidas emocionalmente. En conclusión, las personas que lideran nuestra nación no son comunicativas: es decir, dialógicas, interactivas, sensibles, reflexivas y serviciales. Padecemos de politiquerismo nefasto, absurdo y estúpido (esto vale para muchísimas realidades colectivas).

¿Cómo encontrar un norte? Es urgente hablar de la vida y de lo que esta nos interpela como personas. El fenómeno de la diversidad en la identidad sexual o de la crisis familiar no se soluciona con una ley, porque es una realidad humana compleja cultural, social y política; la pobreza no se soluciona con mera construcción de infraestructura porque es un problema que pasa por las sensibilidades de aquellos que han sufrido el olvido y la marginación, pero quieren retomar la vida en sus manos; las grandes lagunas educativas no pueden ser resueltas con planes simplistas hechos en los escritorios de un ministerio que quiere ser omnipotente; es una tarea para ser resuelta en un diálogo permanente entre muchos actores sociales (profesores, estudiantes, padres de familia, instituciones políticas y religiosas).

Ni mucho menos la política económica puede ser dirigida solo macroestructuralmente: Los pequeños actores de este sector no solo deben ser escuchados, sino apoyados y estimulados de forma concreta y realista. Además, el bienestar de una nación solo se alcanza en la medida en que todos los actores sociales (individuos, instituciones y corporaciones empresariales) colaboren equitativamente y decididamente en la construcción de las bases del desarrollo común.

Generar diálogos. Buscar las necesidades que nos acomunan y generar diálogos y comunicaciones proactivas y eficaces es la mejor manera de depurar el lenguaje: de esa manera dejará de ser canal de divergencia y nos acercará más a la comunión. No hay duda que nuestro sistema de democracia simplista está en crisis: lo dice el voto, lo han demostrado las opciones de nuestros líderes, lo dejan en evidencia tantos discursos vacíos e intolerantes.

Todo esto nos lleva a otra consideración. La racionalidad política no se basa en la distinción dualística de conceptos: bueno/malo, lindo/feo, moral/inmoral, justo/injusto, deseable/odiado.

El motivo es simple, nuestra experiencia fácilmente desmiente esas categorías porque la existencia humana se enriquece incluso de aquello que pareciera defectuoso o pecaminoso. Ya lo decía Pablo de Tarso, cuando constataba dentro de su interior tendencias contrapuestas, pero que no podían destruir la bondad de la fuerza divina que habitaba en su interior. La actitud correcta es aquella de ver la vida tal y como es.

Me viene a la mente esa bella escena evangélica, cuando Jesús es detenido en el camino por una sirofenicia que le solicitaba liberar a su hija de un demonio. Las primeras palabras de Jesús fueron las típicas de aquellos que usan un lenguaje divergente, porque expresó de manera despectiva su rechazo a la petición de una pagana. Pero la respuesta simple y desafiante de aquella mujer hizo ver a Jesús otro rostro de la realidad: ¡No había encontrado tanta fe en Israel! El milagro se verificó, según el relato, porque dos personas, de diferente nación y religión, se encontraron en su profunda experiencia humana.

Así debería ser el discurso político, un camino para abrir puentes de comunión, de comunicación, de preocupación real por otros. La política no puede ser nunca el lugar de la manifestación “controlada” del conflicto, porque entonces deja de lado su esencia profunda: ocuparse del mundo que nos toca compartir y de la gente que lo habita. Ni tampoco el lugar de la competencia de los que son símiles, porque eso provocaría la ruina de todos. La política tiene que ser el lugar de un auténtico diálogo con el fin de alcanzar la más viable convivencia.

El autor es franciscano conventual.