Amnesia

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Reconozco que no se vale usar una columna permanente para comentar un asunto personal sin que una interpelación ajena haya comprometido al columnista, lo que en mi caso no ha ocurrido porque, dado lo anodino de los temas que suelo abordar, raras veces recibo una réplica. Pero no resisto la tentación de contar que la semana pasada sufrí un peligroso, aunque predecible percance: por fin volví a tener un cumpleaños. Explico: familiares y amigos me felicitaron con generoso entusiasmo por un aniversario que me atrapó en la plenitud de la vejez (tómese lo de plenitud con toda la carga de ironía que la palabra aguanta). Declaro que mi agradecimiento será vitalicio, pero –debo advertirlo– a mi edad eso no representa un compromiso a largo plazo.

Ahora, repuesto ya del impacto, quiero referirme a la razón por la que me siento sorprendido. Por haber leído y escuchado muchas veces la especie de que cuanto más envejecemos más se nos aclaran los recuerdos de la infancia, me propuse rememorar, uno a uno, todos mis cumpleaños, desde que tuve uso de razón hasta el fin de mi adolescencia, y para mi íntimo asombro terminé amnésico frente a un lienzo en blanco, como si yo hubiera crecido en una época y unas circunstancias en las que esas celebraciones no existían o pasaban inadvertidas.

Tras un intenso esfuerzo mental, logré recordar vagamente el día de mi sétimo, octavo o noveno cumpleaños. Al final del desayuno, mi madre se me acercó, se inclinó para estampar un cálido beso en mi frente, me dio una palmadita en la cabeza y me dijo: “Feliz cumpleaños, m'jito”. Creo que su ternura me hizo soltar una que otra lágrima, me puse de pie para recoger la mesa y entonces escuché su orden consuetudinaria: “Y no se le olvide llevar el maíz al molino”. Era la época en que en el barrio El Carmen de Alajuela había un molino que prestaba, mediante un pago sucinto, el servicio de convertir el maíz cocido en masa para hacer tortillas. No estuvo tan mal.

El siguiente cumpleaños infantil que alcancé a reconstruir fue el undécimo, también desprovisto de fiesta y de regalos, pero bastante más emotivo por cuanto, justo un mes después, me iría sin compañía para Cuba, donde estudiaría en escuelas vocacionales y técnicas durante algo más de seis años, de modo que hoy es inútil rebuscar en la memoria los recuerdos de seis cumpleaños que nunca se celebraron. Lo único memorable del día en que, ya de nuevo en Costa Rica, cumplí los 18, es la voz de mi madre conminándome a gestionar la cédula de identidad.