Ministerio de Educación Pública sin control sobre impacto de sus ayudas en escuelas pobres

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Una mañana y de pura casualidad, la maestra Patricia Obando fue a dar al Liceo de Paraíso, en Cartago.

Estaba en la oficina del orientador, cuando una profesora ingresó con un muchacho que Patricia reconoció inmediatamente: había sido su alumno apenas un año atrás.

“¡Ya no lo soporto! ¡Me está volviendo loca!”, rezongó la profesora frente al orientador, mientras lanzaba al estudiante al interior de la oficina.

El relato de Patricia termina así: “Me quedé viendo al orientador y le pregunté si alguna vez había visitado la casa donde vivía este estudiante; le pregunté que si conocía su historia. Su respuesta fue negativa. El orientador no sabía que ese alumno tenía al papá con sida, su mamá se prostituía y tenía un hermano narcotraficante”.

Mientras aquel alumno estuvo en las aulas de la escuela Rescate de Ujarrás, en Llanos de Santa Lucía, las maestras hicieron todo por ayudarlo a sacar el sexto grado.

Más de una vez, Patricia y otras colegas lo fueron a buscar a la casa cuando pasaba días sin venir.

“Este seguimiento se pierde cuando llegan al colegio. Ahí los casos más complicados terminan fuera de las aulas”, dijo la docente.

En las escuelas de interés prioritario se hace una inversión multimillonaria para dar a los estudiantes servicios que otras escuelas no tienen.

Los casi 70.000 alumnos de primaria que cursan ahí sus estudios, tienen comedor, servicio de odontología, psicólogo, psicopedagogos, trabajadores sociales, sociólogos, laboratorios de informática y docentes especializados en problemas de lenguaje y aprendizaje.

Pero, ¿cuántos de estos estudiantes logran romper el círculo de violencia y pobreza que los ahoga en sus comunidades? Sencillamente, no se sabe, según admitieron docentes consultados.

Por eso, el alumno de Patricia salió del colegio y regresó al ambiente de riesgo en el precario donde vive, junto a su hermano narco y su mamá prostituta.