Matambú reclama pérdida de identidad

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Matambú, Hojancha Los indígenas de Matambú resienten el desempleo, el desarraigo de las tradiciones y un aumento en los casos de drogadicción entre los pobladores más jóvenes.

“Antes este era un pueblo muy sano. Tengo 77 años de vivir aquí y ya empezamos a ver pandillas de muchachos que fuman drogas en la zona. Quieren copiar todo lo malo de la ciudad”, dijo, dolida, Laureana Villagra, indígena nativa del cantón de Hojancha.

En esa zona sobreviven mediante una economía de sembrar lo que se van a comer y con la preparación de alimentos que venden en el centro de Nicoya.

“Aquí todos somos muy pobres y logramos sobrevivir. Lo que sí me preocupa es el desarraigo. Los chiquillos más jóvenes se avergüenzan de decir que son de aquí y no podemos perder nuestras raíces”, agregó Villagra.

Otra de las quejas de este pueblo es la falta de calidad de sus viviendas. Pese a que el Ministerio de Vivienda y Asentamientos Humanos ha invertido cerca de ¢22.647 millones en bonos para casas, los vecinos de Hojancha se quejan de las condiciones de sus moradas.

De acuerdo con la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho 2012), Hojancha es el segundo cantón más rezagado después de La Cruz y Upala, que encabezan la lista.

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En sus raíces. Para el director de la escuela de esa comunidad, Bivian Aguirre, toda propuesta educativa en los pueblos indígenas tiene que estar vinculada al respeto por lo autóctono.

“Estamos totalmente de acuerdo en que los muchachos aprendan inglés, pero el idioma nativo no pueden quedar en el olvido”, manifestó Aguirre.

En Guanacaste, solo el 4% de los 326.000 habitantes dominan el idioma inglés como segunda lengua, factor que también se convierte en una limitación para conseguir empleo formal.

En Costa Rica hay cerca de 104.000 indígenas distribuidos en 24 territorios. En términos educativos, el porcentaje de la población indígena con educación secundaria llega apenas a un 22,3%; un reto más para la región Chorotega.

En Matambú, la pobreza marca sus siete letras en las humildes paredes de lata y madera de las casas, en la falta de servicios básicos y en las necesidades de muchas madres solteras.

“Para mantener a sus chiquitos, muchas mujeres de esta comunidad tenemos que salir a Nicoya a vender derivados del maíz. El problema es que, cuando vamos allá, la municipalidad nos quiere quitar los productos”, indicó Villagra.

En sus 77 años de vivir entre caminos de lastre y con la humildad que caracteriza al pueblo, lo que más añora Laureana Villagra es que sus nietos logren mantener las amarras de sus raíces indígenas.