Eco de guerra en Ucrania alcanza pueblo del Ártico

De los 370 habitantes, dos tercios son ucranianos, la mayoría de la zona rusoparlante del Donbás, y el resto son rusos

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Barentsburg. Kiev está a un mundo de distancia, pero las tensiones de la guerra de Ucrania están enfriando el ambiente en un remoto pueblo noruego del Ártico donde mineros rusos y ucranianos trabajaron codo a codo durante décadas.

En Barentsburg, en el archipiélago Svalbard, las reliquias de la desaparecida soviética, como un busto de Lenin o una escultura con una escritura en cirílico con el lema “Nuestra meta: el comunismo”, dan fe de la larga presencia rusa aquí.

La población del pueblo llegó al menos a 1.500 personas en los 1980, pero cayó tras el colapso de la Unión Soviética. Ahora, al menos 370 personas viven aquí. Dos tercios son ucranianos, la mayoría de la zona rusoparlante del Donbás, y el resto son rusos.

“Hay por supuesto la misma tensión y las mismas discusiones en redes sociales como Facebook y Telegram, pero no hay señales visibles de conflicto en la superficie”, aseguró el cónsul ruso Serguéi Guschin.

Su consulado está protegido por unos altos barrotes metálicos, cámaras de seguridad y lujosamente decorado con una entrada de mármol, un jardín de invierno y tapices hechos a medida. Su esplendor contrasta con el desangelado ambiente del pueblo.

Pero, en lo que puede ser muestra de las tensiones escondidas bajo la superficie, al menos 45 personas dejaron Barentsburg “desde el inicio de la operación” militar rusa sobre Ucrania lanzada el 24 de febrero, reconoció Guschin.

Estas salidas son elocuentes, porque marchar de allí no es cosa fácil. Las sanciones occidentales impuestas a los bancos rusos no solo impiden que los mineros envíen dinero a sus familias, también les dificulta comprar un boleto de avión.

El único aeropuerto de la zona se encuentra en Longyearbyen, la principal localidad del archipiélago al menos a 35 kilómetros, adonde es difícil llegar sin una tarjeta de crédito y cuyo uso está vetado a los rusos por las sanciones.

Opiniones ‘polarizadas’

En la entrada de Barentsburg, una planta de carbón emite una humareda negra que contribuye a la sombría atmósfera del lugar. Un tratado de 1920 dio soberanía a Noruega sobre Svarbald pero garantizó a los ciudadanos de las naciones firmantes un acceso igualitario a los recursos naturales del archipiélago.

En virtud del acuerdo, la compañía estatal rusa Arktikugol Trust operó desde 1932 la mina de carbón de Barentsburg, a orillas del fiordo Isfjorden. Pocos vecinos deambulan entre los edificios de color pastel, buscando cobijo del frío intenso que persiste todavía en el mes de mayo.

Los habitantes son discretos, especialmente al trabajar para la compañía estatal que gestiona todo el pueblo, desde la mina hasta las tiendas o los restaurantes. Rusia impuso duras sanciones o incluso la prisión a quienes “desacreditan” sus fuerzas armadas o publican “información falsa” sobre ella.

“Sí, las opiniones están absolutamente polarizadas”, admitió la guía turística e historiadora rusa Natalia Maksimishina. Pero “lo que nos ha enseñado nuestra larga y difícil historia de la Unión Soviética es que la gente aquí sabe dónde parar cuando empieza a hablar de política”, añadió.

‘Tensiones’

Los lugareños hablan más libremente en Longyearbyen adonde, debido a la falta de carreteras desde Barentsburg, solo puede llegarse en helicóptero o en moto de nieve en invierno y en barco en verano. Julia Lytvynova, una costurera ucraniana de 32 años que vivía en Barentsburg, aseguró que Arktikugol Trust está amordazando a la disidencia.

“La gente simplemente calla, trabaja y vive su vida como si nada hubiera pasado”, protestó. Desde el inicio de la guerra no ha vuelto al pueblo. Sin embargo, pidió a un amigo colgar por ella un póster contrario a la guerra en la puerta del consulado ruso.

La pancarta, escrita sobre un fondo azul y amarillo, decía: “Buque de guerra ruso, jódete”, copiando la ya famosa frase lanzada a principios de la guerra por un soldado ucraniano en el mar Negro ante las exigencias de rendición de su enemigo.

El cartel duró apenas cinco minutos, dijo la mujer. En sus 22 años en Svalbard, el alcalde de Longyearbyen, el noruego Arild Olsen, afirmó “no haber vivido el tipo de desacuerdos” que se ven ahora entre los 2.500 residentes de 50 nacionalidades, que incluyen un centenar de rusos y ucranianos.

“Hay tensiones en el ambiente”, admitió. En respuesta a la invasión, la mayoría de operadores turísticos en Longyearbyen pararon de enviar a sus visitantes a Barentsburg, privando a la empresa estatal de un importante flujo de ingresos. Julia Lytvynova está contenta con el boicot “porque este dinero apoya la invasión rusa”. Cerrando el grifo de estos ingresos, “no ayudan a matar a mi pueblo ucraniano”.