Ultratumba

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Aquel sigue siendo mi único encuentro con el más allá. Ives Bossard y yo éramos aspirantes al doctorado en ciencias, pero vivíamos en planetas diferentes: él ya había avanzado mucho en su investigación en un laboratorio de química de la combustión y yo apenas comenzaba, en otro, a ocuparme de mi proyecto de síntesis orgánica, de modo que apenas si nos veíamos ocasionalmente en la biblioteca del Instituto y teníamos la oportunidad de conversar solo en el restorancito en el que solíamos almorzar. Bossard engullía casi siempre una orden de emparedados de pepino con crema saturada de anchoas, yo tendía a exponerme al peligro de un bol de mejillones hervidos acompañado de papas a la francesa y bebíamos cerveza de la misma marca tal vez porque la fábrica original de Stella Artois se levantaba en el vecindario. Él era francofono pero nos entendíamos en español dado que, gracias a la ventaja que me llevaba con el latín de la secundaria belga y dos veranos pasados en Madrid, dominaba la lengua de Cervantes mucho mejor que yo la de Rabelais. Él era activista de la rama valona del Partido Socialista y yo creía todavía en la existencia de la socialdemocracia latinoamericana, razón por la cual hablábamos más de política que de química. Cuando en 1968 las fuerzas soviéticas ocuparon Checoslovaquia, lamentablemente no tuve la oportunidad de abordar el tema con él porque, según respondió a mi pregun- ta el garçon del restorán, “Monsieur Bossard murió fulminado por una pulmonía y fue sepultado hace una semana en su pueblo natal”.

Fue así como una tarde de octubre de 1970 me llevé el susto de mi vida cuando, hallándome con unos amigos en la cervecería “Dortmund” en las afueras de Lovaina, vi en una mesa cercana al finado Bossard en el acto de mordisquear un emparedado y fue evidente que a su retorno de ultratumba, tras aquel intervalo de apenas dos años y resto, no me había reconocido. Tan pronto como logré reponerme del sobresalto me despedí de mis amigos dispuesto a alejarme de aquella espeluznante aparición, pero al pasar frente a ella nuestras miradas se cruzaron, no me pude contener y le dije, en español y en el tono menos socialista posible: “Que Dios te haya acogido en su seno”. “No entiendo”, me dijo en francés él muerto, “tal vez usted me toma por mi gemelo, que sí hablaba el español”.

Años después, sintiéndome todavía extremadamente frustrado por el fracaso de mi encuentro con el gran misterio, de todo aquello se me ocurrió el cuento más corto que he escrito. Se titula “En Betania” y su texto consiste tan solo en este monólogo: -Levántate, Lázaro, murió tu gemelo.