Tolerancia

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La prohibición contenida en el artículo 28 de la Constitución es clara: no se podrá hacer en forma alguna propaganda política por clérigos o seglares invocando motivos de religión o valiéndose, como medio, de creencias religiosas. La limitación es aplicable a la propaganda, no a la plataforma política ni a los programas.

Un partido cristiano, o de cualquier otra denominación religiosa, no está obligado a renunciar a esa identidad para adentrarse en la lucha electoral. Así lo decidió con acierto el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE), al resolver un amparo electoral orientado a anular la inscripción de los partidos Renovación Costarricense y Restauración Nacional.

Los magistrados dieron razón al recurrente en cuanto al uso del pez, símbolo del cristianismo, como elemento de propaganda. Renovación Costarricense deberá retirarlo de su bandera, pero el TSE dejó firmemente establecido el deber del Estado de no inmiscuirse en los principios doctrinarios de los partidos políticos. De paso, es de suponer, se salvó la Unidad Socialcristiana, cuyos estatutos también recogen referencias a la religión, comenzando por el nombre.

Las dos agrupaciones religiosas, en especial Renovación Costarricense, han dado abundantes muestras de la más radical intolerancia, especialmente en el debate sobre el reconocimiento de derechos a la población homosexual. Sin temor al ridículo, el diputado Justo Orozco, líder de ese partido, ha dado públicamente gracias a Dios porque hasta donde sabe, ninguno de sus familiares o amigos se siente atraído por personas del mismo sexo. También ha instruido al país sobre la gravedad del “pecado” y las dificultades que enfrenta quien pretenda “enderezarlo”.

El legislador se muestra preocupado porque los pecadores “cada tiro van adquiriendo más cosas” y se congratula de vivir en una sociedad donde “pueden estudiar, pueden trabajar”. Sin embargo, no deja de preguntarse “para qué vamos a seguir dándoles conquistas y conquistas si va a existir un montón de personas infelices y con problemas”.

El radicalismo del legislador, contra todo sentido común electo para presidir la Comisión de Derechos Humanos del Congreso, inspira comprensión y simpatía hacia el recurrente. A simple vista, aparenta ser una justa retribución, pero el compromiso democrático obliga a ejercer la tolerancia aun frente a quienes no la practican. Tarde o temprano, la lucha de los activistas a favor de los derechos humanos de la población homosexual culminará en victoria, sea en los tribunales o en la Asamblea Legislativa. El triunfo será producto de la libre confrontación de las ideas en el marco del debate democrático, no de la eliminación del contrario.