Sucedió un día brillante, al final del verano

El excónsul tico Nelson Hernández pasaba por el puente George Washington cuando vio al segundo avión colisionar contra la torre sur.

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“Era un día ordinario de final de verano. ¡Precioso! Brillante, soleado... Yo viajaba de Nueva York a Nueva Jersey a una subasta de vehículos. Justo cuando iba por el puente George Washington, de 200 metros de altura, vi a mi hijo, Eddie, pagando el peaje. Él no me vio. La noche anterior, nos dijo que iría a New Jersey a hacer una transacción.

“Serían como las 8:30 a.m. Me topé con una presa en el centro del puente. Los carros estaban detenidos. De un pronto a otro, los conductores comenzaron a salir de sus vehículos y es cuando volteo a ver: la torre norte estaba echando humo negro a la altura de los pisos 85-86. La gente me dijo que se había estrellado un avión contra la torre y no pude evitar pensar en la película King Kong, en la escena del Empire State.

“Pasaron como 20 minutos. De repente, nos llamó la atención un avión de pasajeros que volaba muy bajo. Pasó sobre el George Washington, viró en U por la Estatua de la Libertad, aceleró y fue a dar directo contra la torre sur. Nos quedamos paralizados. Todos, sobre el puente, petrificados. En esos edificios había como 50.000 personas trabajando a esas horas, y me entró un escalofrío.

“Inmediatamente, pensé en mi hijo. Si no hubiera tenido ese trabajo en Nueva Jersey, él hubiera estado en el subway (metro) del World Trade Center. ¡Me acordé de haberlo visto en el peaje y fue como volver a nacer! Pero mi hija, Julissa, trabajaba entonces para la NBC como periodista, y me preocupó que la hubieran enviado a cubrir la tragedia. Esto, al final, no sucedió.

“No pasó mucho tiempo cuando apareció la policía y nos puso a circular. Yo llegué a la subasta. Por supuesto, no se realizó. Toda la gente estaba pegada a los televisores. Vimos caer la torre sur, y la norte.

“Todos los teléfonos estaban bloqueados. No podía llamar ni me podían llamar. Estaba incomunicado. El regreso a casa, en Nueva York, fue impresionante. Normalmente, me tomaba 25 minutos hacer ese mismo recorrido. Aquel 11 de setiembre tardé ¡14 horas!

“Era como tener que ir primero a Puntarenas, para llegar a Cartago. Llegué a mi casa a la medianoche, exhausto, sin comer y agotado por las temperaturas de 80 grados Farenheit (casi 40 grados centígrados). Fue una felicidad ver ahí a mi familia reunida, sana y salva”.

La carne de gallina... aún

Nelson Hernández habla en la tranquilidad de su apartamento, en San Francisco de Heredia. Junto a él, está su esposa, Roxana Rodríguez, y en las paredes cuelgan las fotos de sus hijos Eddie, Julissa, su nieto Tiberius, de 2 años, su nuera y su yerno. Ellos todavía viven en Nueva York.

Nelson y Roxana se regresaron en el 2003 a Costa Rica. Ya era un viaje planeado. Sin embargo, se trajeron consigo la marca de aquel 11 de setiembre. Inevitable.

“No hay una sola familia en Nueva York que no haya perdido a uno de sus miembros, o a un amigo o conocido”, afirma Roxana, para quien reabrir la herida resulta muy doloroso. Ella trabajaba a pocas cuadras de las Torres Gemelas y vio caer decenas de personas desde las alturas.

Nelson no puede evitar llorar cuando dice que muchas de aquellas víctimas eran jóvenes, como sus hijos. Junto a Roxana, él vio nacer, crecer y morir a las Torres.

“Acostumbrábamos ir al restaurante ‘Ventanas del Mundo’ (en la torre norte) que estaba montado sobre una estructura especial giratoria desde la cual se podía ver Brooklyn, Manhattan, la Estatua de la Libertad y la desembocadura del río Hudson, recuerda el exdiplomático, quien fue cónsul general de Costa Rica durante 15 años en Estados Unidos.

Fue un milagro que los atacantes no ejecutaran los atentados en la hora de mayor afluencia. En esa época del año, los jardines urbanos que tenía el World Trade Center se convertían en punto de reunión obligada para miles de neoyorkinos a la hora del almuerzo.

Dice Roxana que los habitantes de aquella ciudad siempre han sido personas muy especiales. Sin embargo, desde aquel fatídico día, ella siente que se aumentó la solidaridad.

Dos veces al año, la pareja viaja a visitar a sus hijos y su nieto. Aman Nueva York y a su gente, y aseguran que una gran herida sigue abierta en toda la ciudad.