Las flores ahuyentan espantos

Donde antes hubo enfermos y prisioneros, HAY FLORES Y COLOR. El viejo Sanatorio Durán, en Cartago, se remoza y busca dejar atrás las historias de sustos y aparecidos.

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A los pies del edificio donde alguna vez vivieron cientos de enfermos de tuberculosis y menores de edad delincuentes, crecen frondosos los agapantos.

No muy lejos de ahí, por el pasillo que comunica la antigua capilla del Sanatorio con lo que antes fueron los salones para hospitalizar a los tuberculosos más pobres, está el vivero de flores amarillas, anaranjadas, rosado brillante y fucsia. Son las mismas que adornan algunos de los senderos del legendario Sanatorio Durán, en Tierra Blanca de Cartago, camino al volcán Irazú.

El gris de la casi centenaria estructura –creada por ley el 16 de agosto de 1915– contrasta con el color que están tomando sus jardines, como si el arcoíris completo quisiera ahuyentar las historias de aparecidos que abundan desde que el sitio cerró sus puertas como cárcel de menores, varias décadas atrás.

Conocido más por su papel de sanatorio antituberculoso que de cárcel, la vieja estructura está lavando su cara. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que el Sanatorio Durán está pintando su rostro para agradar a los cientos de curiosos que visitan el lugar mensualmente.

El sitio pertenece a la Unión de Pequeños y Medianos Agricultores Nacionales (Upanacional), que administra el lugar desde hace casi 30 años.

Los campesinos de la zona que integran esa organización se han encargado de dar forma a un proyecto que pretende convertir al Sanatorio en un agradable y atractivo punto de visita turística para los nacionales, y en un centro de capacitación para los agricultores.

Ahuyentar espantos

Cada mes, casi 4.000 personas visitan la enorme finca de 20 hectáreas, ubicada mayoritariamente en terrenos de Tierra Blanca. Gran parte de esos turistas llegan atraídos por los cuentos de espantos espantos y aparecidos originados en las historias de los enfermos que albergó el edificio.

En su época de mayor auge como sanatorio, llegó a albergar a 300 enfermos de todo el continente. Cientos murieron en sus salones.

Cuando la tuberculosis empezó a decaer y los tratamientos mejoraron, por allá de 1973, el uso de las instalaciones cambió para dar paso a una cárcel de menores. Las historias no fueron menos dolorosas. Un sector del complejo aún muestra la cicatriz de un incendio provocado por un motín de internos.

Entre el sanatorio y la cárcel han surgido historias de apariciones. Son esos relatos los que han motivado la visitación en los últimos años. Viene gente a recorrer pasillos, salones y jardines con tranquilidad. Sin embargo, tampoco han faltado quienes llegan a hacer daños y a jugar con las históricas instalaciones. El vandalismo ha dejado su huella. Su estado actual se debe al daño provocado por grupos –especialmente, jóvenes– que, hasta hace poco, venían a hacer de las suyas.

Cambio de timón

Hace dos años, Miguel Chaves, actual administrador de la propiedad, recomendó a Upanacional cambiar ese añejo hábito y dar otra cara al lugar. Se lo propuso y lo está consiguiendo.

Este floricultor de Llano Grande, con apoyo de un grupo de agricultores de Upanacional de la zona, está apostando al concepto de turismo familiar y lechería en la inmensa propiedad. Para los turistas son las flores, los senderos, dos inmensos laberintos de agapantos y olivos, un parqueo para 54 vehículos, servicios sanitarios, rótulos para guiar la visita, y pronto, una sodita.

La antigua lechería –que surtió en su momento a enfermos y prisioneros–, tiene hoy 17 vacas de ordeño a cargo de Marvin Guillén Hernández, Cholo , un vecino de Potrero Cerrado que baja todos los días a la 1 de la mañana a ordenar a Canela, Milka, Sabrina y Carmela, las más famosas y productivas vacas del grupo. Diariamente, logran vender a una cooperativa local 250 litros de leche.

Será cuestión de unos pocos meses para que decenas de niños –y no tan niños– jueguen entre los agapantos y los olivos de los dos laberintos que han sido plantados en los jardines con ayuda de los campesinos Alfonso Mora y Rodrigo Fernández.

Mientras tanto, los chiquillos ya pueden disfrutar meciéndose en las hamacas o lanzándose de los toboganes colocados junto al campo sembrado de flores. “Queremos que sea el turismo tico el que se vea beneficiado con estos cambios”, comentó Santiago Leitón, quien convirtió en casa un rincón del sanatorio y es uno de los guardianes del edificio.

No está lejos la rehabilitación de un área para criar chanchos y conejos, y entre los planes está ofrecer pesca de truchas y senderos. Son proyectos que han contado con apoyo del Instituto Tecnológico de Costa Rica (TEC).

Una de las edificaciones más modernas está habilitada para alquilar habitaciones para seminarios o convivencias. Y, últimamente, hasta bautizos y matrimonios han tenido como escenario a este legendario lugar. Tal parece que cada vez importan menos los aparecidos... si es que alguna vez los hubo.