La vida debajo de un disfraz

UN ATUENDO gigante y colorido puede bastar para convertirse en el alma de la fiesta, pero la labor bajo las pieles de peluche no es para cualquiera.

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Se encarama el atuendo y se vuelve mudo. Primero posa de pie, abre los brazos y estira los cuatro dedos de cada mano. Su colección de ademanes es más que parlanchina, mientras que su talante se mantiene intacto.

La sonrisa no le tiembla, ni los ojos le parpadean, pero al rato el hombre bajo el traje comienza a sudar y decide desprenderse la cabeza.

Así, el muñeco deja de ser muñeco y se destapa el rostro de quien lo simula. Pocas veces pasa esto frente al ojo público, ya que cuando están en una presentación, estos trabajadores enmascarados tienen prohibido hablar en voz alta y –por nada en el mundo– pueden dejarse ver con el disfraz colocado a medias.

“Los chiquitos no saben que adentro hay alguien , y si lo ven a uno así, se les viene abajo la ilusión, se va la magia... No podemos hacer eso”, repiten varios disfrazados consultados en un mismo camerino.

Primero lo dice un caballero vestido de vaca, luego otro con indumentaria de pájaro y uno más que aparenta ser un conejo con título de doctor.

La conversación tiene lugar en un salón “tras bambalinas”, en el Museo de los Niños, durante uno de los descansos del décimo Campeonato de Personajes, realizado días atrás.

En el lugar hay cerca de 30 mascotas de diferentes empresas, todas encarnadas por sujetos cuya cara se queda en el anonimato, tapada por disfraces inflables o con coberturas de peluche.

Entre los presentes hay debutantes y otros con un colmillo de más de una década de experiencia. Algunos son empleados directos de cada compañía, mientras que otros son contratados únicamente para fiestas privadas o eventos especiales, como el de esta ocasión .

Hay quienes yacen rendidos sobre una silla, sudando a borbollones, casi tan destramados como un inflable desinflado. Otros se mantienen de pie, sosteniendo la parte superior del vestido apenas por un par de tirantes, mientras se hidratan y se recuperan del esfuerzo físico recién descargado.

“Adentro hace mucho calor, pero es muy bonito que a uno lo llame un niño para tomarse una foto, uno se acostumbra a la gente y eso basta para que deje de pesar el traje”, asegura Daniel Salgado, un estudiante de 17 años que de vez en cuando se viste de Jacinto Basurilla, un personaje creado por el Instituto Costarricense de Turismo.

Si el público es adolescente, es otro el panorama que se vive desde adentro de estas paredes impermeables. Cuando la malicia abunda, aparecen quienes patean, golpean y hasta se atreven a hacer zancadillas. {^SingleDocumentControl|(AliasPath)/2013-02-17/RevistaDominical/Articulos/RD1702-DISFRAZ/RD1702-DISFRAZ-quote|(ClassName)gsi.gn3quote|(Transformation)gsi.gn3quote.RevistaDominicalQuoteSinExpandir^} Especialistas

En el 2012, un Barney se desmayó en plena Plaza de la Cultura y su foto se convirtió en una imagen viral. No solo al dinosaurio morado le han sucedido episodios desteñidos, y de eso da fe Óscar Molina, de 35 años, quien comenzó a disfrazarse desde que tenía 11.

Entre sus múltiples anécdotas, el josefino cita la caída que sufrió en una tarima que “se le hizo corta” y de repente dejó de sentirla bajo sus pies, cuando estaba bailando en un show .

Comenzó siendo el Comelón de Harricks, un papel que interpretaron muchos ticos antes de que la figura desapareciera. Más adelante, se disfrazó de un famoso pollo, de la ardilla del Hospital de Niños y de Teletoñín, ícono de Teletón.

Molina labora en la empresa Sueños Mágicos, dedicada a la confección de trajes para mascotas publicitarias. Esta empresa la comenzó hace 25 años Rodrigo Lizano, tras heredar el oficio de sus progenitores, los cuales crearon los disfraces originales de las mascotas del Parque de Diversiones.

En su taller, en La Uruca, hay indumentarias de todo tipo, muchas son caras reconocibles de diferentes empresas, unas en proceso de elaboración y otras que están de visita, listas para ser reparadas.

“Al hacerlas, hay que conocer la personalidad del personaje. Algunos son despabilados; otros, bonachones y otros más bien son bien cara’e barros , de eso depende la identidad de cada uno”, comenta Molina, quien recibe dibujos de sus clientes como referencia para la construcción de los trajes.

Las cabezas –todas grandes– se moldean primero en arcilla y luego pasan a fibra de vidrio antes de ser pintadas y estilizadas. Por último, por dentro se coloca un casco de ciclista, para que la cabeza del actor se fije bien.

Cada cabeza lleva una malla para poder ver hacia afuera. La mirada entonces puede filtrarse por la rejilla que se esconde en un hocico, en los ojos o en la boca del disfraz, sin permitir que se vea que alguien va dentro del mismo.

“Las hacemos pensando en la comodidad del actor. Usamos materiales que no sean calurosos ni muy pesados”, comenta.

Entre 22 y 30 días después, el disfraz está listo, a veces solo con peluche por fuera y material impermeable por dentro, y en otras ocasiones, con el cuerpo que se infla a punta de una batería recargable, con ocho horas de duración. El costo del producto final va desde los ¢900.000 hasta el millón y medio de colones.

Sin embargo, el rendimiento de un disfraz también depende de la persona que lo utiliza.

El alajuelense Jeffry Ortega le ha sacado provecho a su experiencia en el manejo de expresión corporal para darle vida a mascotas de diferentes marcas locales, ha creado otras e inclusive capacita a colegas en el montaje de shows. Más aún, ha hecho instructivos para saber interpretar a las botargas (otro nombre con el que se conoce a este tipo de disfraces). “Tenés que tener una buena condición física porque cualquier traje te sube la temperatura unos 20 grados y el peso te aumenta entre 2 y 3 kilos”, explica.

Algo ha de tener de exitosa la práctica de sacarle jugo a los disfraces, ya que su uso en empresas ha ido en aumento, asegura Molina. En estos casos, no hay nada de malo en tener una doble cara.