Ineficacia estatal

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La ineficacia del Estado alcanza el punto crítico cuando se convierte en oportunidad de negocio para los particulares. A partir de ahí, no cabe duda de su existencia ni de la acumulación de frustraciones sobre las espaldas de los usuarios. En Costa Rica hay un oficio, casi una profesión, cuyos practicantes son la más certera denuncia del Estado fallido. Donde haya un “gavilán”, esté donde esté, hay frustración ciudadana.

El expresidente Sanguinetti perdonará el parafraseo. La construcción verbal no tiene la sonoridad de la original y es mucho menos halagadora, pero quizá sea más cierta. Nuestros gavilanes operan con diversas modalidades. Algunos guardan el puesto en la fila para venderlo al mejor postor, otros amplían el servicio a la tramitación “por dentro” y muchos, los más eficaces, producen directamente el resultado, a menudo con exención de requisitos.

Existen en ausencia de los controles necesarios, pero alzan vuelo cuando el control es superfluo y se transforma en capricho burocrático. Se presentan, ante todo, cuando las instituciones públicas se ven desbordadas por la demanda de servicios y el exceso de trámites.

Pero las oportunidades de negocio, surgidas de la ineficacia estatal, no se limitan al oficio de los gavilanes. En la seguridad social existe el “biombo”. La Caja, dice un médico amigo, es totalmente superflua cuando el riñón acusa la presencia de una piedra. No hay tiempo para sacar cita o hacer fila. El expedito camino de la consulta privada es el indicado para quien pueda costearla. La vía dolorosa se tiende frente a quien carece por completo de recursos y, para los demás, existe el biombo.

No todos los vacíos creados por el Estado se llenan con desapego a la legalidad. La falta de un centro de llamadas para otorgar citas a quienes pretenden hacer el examen de conducción motivó la aparición de sitios de Internet dedicados a tramitar cupos en la fila de aspirantes.

El interesado debe decidir si prueba suerte llamando al Conavi o visitando su página en la red. Si no dispone de las horas y la paciencia necesarias para obtener la cita, puede pagar hasta ¢4.000 para ser sustituido por los tramitadores electrónicos. Todo se debe al vencimiento del contrato con el centro de llamadas encargado, hasta hace poco, de conceder las citas.

La ciudadanía, en especial la clase media, está acostumbrada a proveerse servicios cuya prestación se supone un empeño “natural” del Estado. Paga la atención médica –salvo males mayores– y con frecuencia financia la educación de los hijos, para no mencionar los servicios del “guachimán”. Paga impuestos y, ahora, también el sitio en la fila. La propuesta no es en absoluto atractiva.