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La presidenta de la República, Laura Chinchilla, inició, el miércoles pasado, una ronda de conversaciones con los jefes de las diversas fracciones de la Asamblea Legislativa, a fin de poner un plazo de aprobación a los proyectos de ley, en particular a los más importantes para el país. La carencia de esta norma constituye uno de los disparates más funestos en las relaciones entre la Asamblea Legislativa y el Poder Ejecutivo.

Es de alabar este esfuerzo de la presidenta de la República en materia tan importante. Su éxito abarca a la Asamblea Legislativa, al gobierno y al país si es que, como lo es, los poderes legislativo y ejecutivo, no obstante su propia autonomía y su acción en el marco de la división de poderes, conforman, frente al interés público, una unidad mayoritaria de pensamiento y de acción en las cuestiones esenciales del país.

Dejar “a la libre” el plazo o la fecha de la aprobación de las leyes, sin jerarquizar su necesidad o su importancia, representa uno de los disparates más serios que contiene el actual reglamento de la Asamblea Legislativa, máxime cuando el partido gobernante carece de mayoría o, como ahora, impera la atomización política. Significa reducir a una dimensión mínima o al mero interés personal o pasajero la negociación política, lo que, sumado a otros vicios de dicho reglamento, hace que impere el subjetivismo y no la institucionalidad.

¿Cómo poner de acuerdo a varias fracciones legislativas en pos de proyectos necesarios o urgentes para el país, a sabiendas de que basta la oposición de una sola y, aún más, de un solo diputado para que el edificio se derrumbe en cualquier momento? He aquí un desafío para ángeles, pero como los diputados no lo son –ni quisiéramos que lo fueran– la unidad de criterio o el consenso queda sujeto a un parlamento que funciona con una agenda mínima o de rezagos.

Si se toman en cuenta los proyectos que la presidenta está dispuesta a negociar con las fracciones, advertiremos que se trata de proyectos relevantes, la mayoría de los cuales debieron haber sido votados hace tiempo y que si ahora, casi en las puertas del término de la cuarta legislatura, andamos en estos apuros, es porque todo lo dicho sobre el reglamento legislativo y sobre la marcha del parlamento es cierto y que, al parecer, si no hay un cambio radical, político y ético, será el pueblo el que sufra las consecuencias.

Da pena, en verdad, que nuestra democracia no haya podido eliminar esta calamidad y que, por indolencia y miopía de los diputados, nuestra presidenta se vea sometida a este viacrucis político, mendigando reformas inaplazables.