Cinismo

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Quien alguna vez afirmó que el inicio de la ciencia ficción latinoamericana se encuentra ya en nuestras tempranas constituciones republicanas, podría haber dicho algo más grave sobre los estatutos -constituciones, en cierto modo- de los partidos políticos costarricenses. En ellos se contemplan los tribunales de conciencia, expresión de una voluntad ética que, a juzgar por lo que hoy escriben los apologistas de la eficiencia electoral -mera capacidad de alcanzar y conservar el poder- y del pragmatismo político, nunca pasó de ser un adorno retórico. Hasta donde recordamos, esos tribunales, cuando funcionaron, sirvieron más para juzgar reales o supuestas desviaciones disciplinarias que para examinar verdaderas transgresiones éticas. No extrañe, pues, que recientemente, cuando un partido político se declaró dispuesto proporcionar asistencia jurídica de oficio a algunos de sus dirigentes en riesgo de ser sometidos a la acción pública con base en posibles delitos electorales, ni por asomo ofreció elevar esos mismos casos a la consideración de un etéreo tribunal de ética.

Del escritor argentino Ernesto Sabato es, en su libro “La resistencia”, la siguiente reflexión: “¿Han notado que la gente ya no tiene verguenza y, entonces, que entremezclados con gente de bien uno puede encontrar, con amplia sonrisa, a cualquier sujeto acusado de las peores corrupciones como si nada? (') ahora todo es lo mismo y algunos programas de televisión lo solicitan y lo tratan como a un señor”. Más adelante afirma que “desde la perspectiva del hombre moderno, la gente de antes tenía menos libertad (...) pero, indudablemente, su responsabilidad era mucho mayor. No se les ocurría, siquiera, que pudieran desentenderse de los deberes a su cargo, de la fidelidad al lugar que la vida parecía haberles otorgado”. Debemos admitir que, escrito por un sabio nonagenario a fines del siglo XX, ese texto refleja cierto grado de ingenua complacencia con respecto al pasado, pero ciertamente toca un rasgo evidente de la actualidad, no solo argentina.

Tal vez resulte alentador para nuestros maestros del cinismo político recordar que, por ejemplo, en el Renacimiento aun dentro del ámbito eclesiástico los señores se servían ostensiblemente de huestes de sicarios y sicofantes para mantenerse en el poder. Claro, omitiendo el hecho de que entonces todavía no había aparecido Junger para advertir -como lo cita Sabato- que “si los lobos contagian a la masa, un mal día el rebaño se convierte en horda”. Ahí, en el orden ciego de la horda, como diría una diputada, nadie puede, ni tiene por qué, pretenderse santo.