Arte con minúscula

Salgan a la calle, mójense, mézclense, cómanse un chifrijo...

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Alguna gente ha tenido la maravillosa suerte de pasarse la vida entre bibliotecas, museos y salas de conciertos. Lo digo con genuina envidia, porque yo también disfruto mucho de los libros, las obras de arte y la música bien tocada. Pero he visto que algunas de esas personas de gusto selecto pueden llegar a padecer un mal, aparentemente incurable, que vamos a llamar miopía cultural crónica.

Esta curiosa enfermedad se origina en un espejismo bastante corriente: en la idea errónea de que existe una cultura superior, reservada para una élite extremadamente sofisticada, y una cultura inferior, también llamada “popular”, chabacana y grotesca por naturaleza.

Cuando una persona es víctima de esta miopía, todo lo que venga del pueblo, todo lo que huela a zaguán de barrio, a charla de vecinas en la pulpería, a piso de tierra, cantina, mercado y bailongo, siempre será una expresión cultural “menor”, de valor escaso, sin profundidad ni dignidad suficiente para caber dentro de los cánones sagrados del Arte con mayúscula.

Para ellos, el cruce de pies, el zapateo y los jalones acompasados de un swing criollo jamás tendrán nada que ver con la danza y el ballet de los grandes escenarios, y les parecerá inconcebible que el mismo trompetista que se raja los labios en la madrugada tocando El negro con la cimarrona del barrio, sea el que llega con corbatín blanco y traje de pinguino a tocar la Primera Sinfonía de Mahler el domingo por la mañana, con la Orquesta Sinfónica en el Teatro Nacional.

La miopía cultural crónica bloquea la capacidad para asimilar el hecho de que la cultura es tan compleja como un organismo o una sociedad y que nada se crea en el vacío, que las melodías dulcemente pegajosas de La flauta mágica de Mozart no brotaron espontáneamente de un cerebro impoluto, sino que son el resultado de la destilación de cientos de melodías populares, creadas por músicos sin formación académica, en plazas, circos, burdeles y pobres cuarterías.

Es un hecho que compositores geniales como Mahler y Mozart, por ejemplo, nunca padecieron esta enfermedad. Ellos, como tantos otros en la historia de la música, las artes y la cultura (escritas así, con minúscula y sin distinciones), enriquecieron su talento con ritmos, timbres, tonadas, sabores, movimientos, historias, trazos y formas que acompañaban la vida del ciudadano común de su época, sin fijarse en su pedigrí, sin despreciar al que tocaba de oído y sin llamar a su público “ignorante”.

Nadie conoce la cura para este mal, pero mi recomendación para quienes lo padecen es: salgan a la calle, mójense, mézclense, cómanse un chifrijo , oigan a Calle 13, despéinense, atrévanse.