¿Qué falló, Faustino?

Una vida marcada a fuego por la falta de solidaridad de todas las instituciones que velan por la seguridad del ciudadano.

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Faustino Desinach, nuestro gran escritor y fotógrafo, podría decir lo que escribe Chateaubriand en sus Memorias: “Fue en esta casa donde mi madre me infligió la vida”. Su padre lo arrancó al vientre materno. Desgarró tejidos, rompió el cordón umbilical, hizo trizas la placenta, extrajo al niño, y dejó a la madre morir desangrada, sola, en una miserable casa de Guanacaste. Ha sido una obsesión de Faustino encontrar la tumba de su madre. La ha buscado por todos los cementerios del país. Luego se enteró de que había sido inhumada a la vera de uno de esos polvorientos caminos guanacastecos, como un perro, sin lápida o la más humilde cruz que señale el sitio donde reposa. A su padre no lo volvió a ver jamás. Faustino fue entregado en adopción a una pariente paterna que más tarde llamarían “la tía mala”. Era una mujer regordeta, ignorante, cruel, sádica, con la boca completamente desprovista de dientes, y que al carcajearse, con su risa procaz, mostraba las rojas encías desguarnecidas, como las serpientes que aniquilan a sus presas por estrangulamiento y deglutición, y carecen de colmillos. Cuatro niños tenía a su cuidado: todos eran hermanos de adopción: tres hijas y Faustino. Les propinaba regularmente palizas inhumanas, de esas que laceran y ulceran la piel. Los niños dormían sobre unas mantas, en el piso de la sala. Por las hendiduras de la madera asomaban las ratas, y estos jugaban con jalarlas del rabo y tirárselas unos a otros. Faustino iba a la escuela transido de hambre, sin siquiera un sándwich para la merienda. Algunos compañeros lo atormentaban enseñándole y dándole de oler sus tentadores emparedados de carne con queso. Mil veces estuvo Faustino a punto de desmayarse, como consecuencia de la inanición. Un buen día, “el tío malo” (que no era esposo de la “tía mala”) dictaminó: “para hacer plata, nada mejor que la prostitución”. En el acto, la vieja le puso a la hermanita mayor, de once años, una minifalda, tacones altos, y la mandó a vender su cuerpo en la calle. La hermanita menor, de nueve años, era una mujer precoz, y tenía mucho mejor cuerpo que su compañera de adopción. A esa la violaba un miembro de la guardia civil, que era amante de la “tía mala”. La encerraba en un cuarto, y la sodomizaba sin piedad. Faustino y los demás niños sólo oían su desesperado clamor: “Ay no, por ahí no, que me duele mucho, se lo suplico”. Después de este horror la niña era apenas capaz de caminar y sólo podía sentarse de medio lado. Cada vez que pasaba a su lado, el “tío malo” le pegaba una nalgada, y le espetaba “¡qué rica está esta chiquilla: con razón todo el mundo se la quiere coger, en la de menos me apunto yo también!” Cualquier protesta ante la “tía mala” era sancionada con una paliza atroz, administrada con saña, crueldad, sádico deleite. La “tía mala”, en su calidad de proxeneta, se dejaba para sí todo el dinero que los niños generaban con estos descensos al infierno. Teniendo mucho mejor cuerpo y estando más desarrollada que su hermana mayor (a la que apodaban “cuerpo tonto”), la menor era más codiciada por los depredadores sexuales. Típicamente, la “tía mala” se refocilaba con el guarda de la policía, luego se despistaba yéndose para la cocina, y dejaba que el ogro masacrara a la indefensa niña. Vivían a la sazón en la zona más miserable de Barrio México, en una calleja que (cruentas ironías de la vida) no tenía salida. Como la infancia de Faustino: una calle muerta, sin salida. Tuvo que dejar la escuela para trabajar en la construcción, cuidando carros, lavando vasos en un night club de mala muerte y peor vida, en fin, todo lo que sus músculos de niño le permitían. Perdió la virginidad violado una noche por tres prostitutas. Amaneció con la cabeza hundida en el desagüe de la barra: tenía catorce años de edad. Sacó el bachillerato por madurez. Es un milagro que se haya convertido en el artista excelso y la gran persona que todos conocemos.

En esta saga del horror fallaron todas las instituciones del Estado, todos los ciudadanos, todos los estamentos sociales, la colectividad entera.

Primera: la familia: inexistente, fantasmagórica, con madre muerta, hermanos por adopción, tíos espurios, y un padre que huyó de la escena de su crimen para nunca más dar signos de vida.

Segunda: el vecindario. En ese arrabal, con casas separadas por una calleja de tres metros, y construcciones encaramadas unas en otras, es imposible que los vecinos no hayan sabido lo que sucedía en el recinto maldito, que no vieran la fila de extraños que entraban y salían, con expresión sonriente y satisfecha de la casa, y que no oyeran los alaridos desesperados de los niños.

Tercera: la policía, que supuestamente está para proteger a los ciudadanos, para preservarlos de abusos de esta estofa. Antes bien, eran los más frecuentes clientes del establecimiento de lenocinio ad hoc que la “tía mala” había implementado en su casa.

Cuarta: la iglesia católica: había cerquita de la morada del horror una iglesia cuyos feligreses no solo jamás tomaron la iniciativa para proteger a los niños, sino que los miraban con salivosa codicia, y llegaban a la casa a inquirir por otros establecimientos de la misma estofa, en los que -se decía- había chiquillos y chiquillas “aún más ricas”.

Quinta: el Patronato Nacional de la Infancia, que existía desde 1930.

Sexta. El Ministerio de Justicia fue fundado en 1870. No tenía aún a instituciones de apoyo como la Defensoría de los Habitantes y la Defensoría de la Mujer, pero era una instancia que ciertamente podía haber intervenido para evitar este holocausto doméstico.

Sétima. La escuela y el colegio. Tenía Faustino un profesor que fungía como “orientador”: ¡era un pedófilo agresivo e insidioso, del cual había que salir corriendo!

Octava. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, que permitió el trabajo y la prostitución infantil: crímenes de lesa humanidad.

Novena. Los medios, que no le dieron cobertura a esta monstruosidad.

En suma, falló la comunidad, el país, la sociedad toda ella. Fallamos todos en tanto que corpus social, que colectividad unida por vínculos de solidaridad y apoyo mutuo. Esta era la Costa Rica de los años sesentas y setentas. Y lo sigue siendo, en buena medida, al día de hoy. Cito a Dostoievski: “de lejos o de cerca, todos somos responsables del mal que sobre el mundo recae”.

Faustino es hoy en día un gran ser humano, sobreviviente de mil amargos naufragios, y un artista de enorme valía. Todo el horror de su niñez y juventud lo narra en su obra Balada clandestina. Perdón, amigo, en nombre de este país que no te supo honrar, ni rescatar, ni aliviar tu inmenso dolor de niño sin padre, sin madre, sin hermanos de sangre, sin nadie en este mundo. Este niño que el Angelito de la Guarda, -hemos de concluir- descuidó, porque en realidad era un secuaz de Mefistófeles.