Pintura de la danza, pintura enamorada

Las bailarinas de Degas: ¿cómo no amarlas?

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Era un hombre tímido, filiforme, retraído, la elegancia misma. Sus autorretratos de 1854 así nos lo muestran. Jamás se le conoció relación amorosa alguna. Biografía poco “interesante” (léase: sin eventos de tabloide). Entregado con todo su ser a la pintura. Ocho horas diarias ante el caballete. Enamorado -hipnotizado, sería más propio decir- del movimiento: las bailarinas, las carreras de caballos, el café-concert. El menos impresionista de los impresionistas, a pesar de haber participado en las ocho exposiciones que este movimiento organiza entre 1874 y 1886.

Edgar Degas nació en París en 1834 y, criatura eminentemente urbana, murió en la misma ciudad en 1917. Su verdadero apellido, originalmente aristocrático, era De Gas (la partícula “De” revela su nobleza de cuna), pero él simplificó las cosas convirtiéndolo en Degas. El caso inverso de Debussy, que no procedía de familia aristocrática pero que, para pretenderlo, firmaba “De Bussy”.

Asomémonos al mundo de este pintor-músico-poeta -si hemos de creer en los versos de Baudelaire: “En una profunda y misteriosa claridad, los sonidos, los colores y los perfumes se corresponden”-. Degas cultivó la belleza del pudor. Pasó su vida entera escondiéndose. ¿De qué, de quién? Adoraba a las mujeres y, sin embargo, nunca se casó, aduciendo: “me moriría si mi esposa me saliera un día con algo como: “¡qué corronga te quedó esa pinturita!” ¿Misoginia? Tal vez. Mezclada de veneración. Contradicciones del ser humano. Familia acaudalada. Perdió a su madre a los cuatro años de edad. Padre culto y lúcido que siempre lo estimuló: “debes seguir el surco que estás labrando, persistir, nunca dejarte desviar por la envidia o la crítica ponzoñosa”. En 1853 ingresa en la Academia de Bellas Artes, pero pronto se dedica más bien a aprender de los grandes maestros: pasa días enteros en el Louvre, estudiando, particularmente, a Ingres -maestro impecable del dibujo-. La fortuna familiar le permite viajar a Nápoles, Florencia, Roma. Absorbe muy específicamente el arte de Rafael, Mantegna, y Botticelli. La Guerra Franco-Prusiana de 1870 lo aleja momentáneamente de la pintura. De vuelta en París, se esfuma detrás de su obra, le cede a ella la palabra, no deja memorias, ni confesiones, ni copiosos epistolarios: protege su mundo interior con celo de sacerdote cuidando las puertas de un templo. Noli me tangere: “que nadie me toque”. Deceso de su padre y agostamiento de la fortuna familiar. En lo sucesivo tendrá que ganarse la vida con lo que devenga como pintor.

La muerte de Vernet, Delacroix (al que adoraba) e Ingres (su modelo estético) deja un vacío en la plástica francesa de los años sesenta, que él y los impresionistas vendrían a llenar. Largo calvario con la progresiva ceguera, definitiva a partir de 1910. ¡Un pintor ciego es como un ave ciega: la última de las crueldades! Degas cultiva entonces la escultura: “Pequeña bailarina de catorce años” fue moldeada primero en cera, luego en bronce. El “esqueleto” de la escultura está hecho de la madera de miles de pinceles. La obra fue vapuleada por la crítica. La débil epidermis del alma: Degas es profundamente herido por este flagelo. Soledad y tinieblas de sus últimos años, “errando por París sin rumbo alguno” -son sus propias palabras-.

Degas fue un maestro depuradísimo del pastel, una forma de pintura cultivada desde hace cinco siglos. Las pinturas rupestres de Lascaux y Altamira ya estaban realizadas con un pigmento parecido al pastel. Durante el siglo XVIII el pastel fue tan usado como el óleo, e incluso privilegiado para hacer retratos. “Pastel” es casi sinónimo de “pigmento”. Sin pigmento no hay color. El pastel es un pigmento especialmente vívido: se distingue del óleo por su textura y mayor intensidad cromática. Su fabricación prescinde de aceites orgánicos aglutinantes susceptibles de oxidación, esos que ennegrecen, con el paso del tiempo, la pintura. Por ello, el pastel puede mantenerse intacto y fresco durante siglos. Los pasteles son pigmentos en polvo, que se mezclan con goma o resina para producir una pasta seca y compacta. Con esta se fabrica una barrita del tamaño aproximado de un dedo, que se aplica directamente sobre la superficie (lienzo, cartón, madera) sin necesidad de pincel, espátula o solvente. El término culinario “pastel” procede de la analogía de su textura con el material pictórico en cuestión. Cuando no es aglutinado, el pigmento seco del pastel se asemeja en mucho a la tiza. Degas fue el más grande cultor de la técnica del pastel de su época. Lo utilizaba especialmente para reforzar la ilusión de levedad, de aérea ingravidez de sus “bailarinas”, la divina obsesión de su vida.

Degas amaba la plenitud del movimiento. Me he perdido mil veces entre sus bailarinas, las he atisbado durante sus ensayos, en los pasadizos y en sus estudios, desde las bambalinas, haciendo sus ejercicios de calentamiento: frappé, fouetté, embôité, pirouette… tal vez hasta haya bailado con algunas de ellas. Y me parece haber dado con las claves de la fascinación que sobre mí ejercen: 1- Parecen siempre sorprendidas por el pincel del pintor, suspendidas en la pose que las eterniza: no están “posando”. 2- No intentan ser sensuales, y precisamente por eso lo son doblemente. 3- Siempre las veo en medio de un ensayo, la fase más íntima y verdadera del quehacer artístico. 4- No son prima donas: hay en ellas un pudor, una honestidad que me mueve a la ternura. 5- Todas ellas son -sospecho- la misma mujer. 6- Representan el movimiento a punto de acontecer: lo anticipo, lo deseo. En términos aristotélicos, son más potencia que acto. 7- Me dejan adivinar -o por lo menos imaginar- el gesto anterior, el movimiento que precede a su fijación en el lienzo. Con ello la continuidad de su coreografía puede ser establecida. 8- La técnica del pastel les confiere una ingravidez de libélulas que ningún otro procedimiento pictórico podría recrear. 9- Todo en ellas propende al vuelo. 10- Bajo sus zapatillas se adivinan pies fuertes a un tiempo que esbeltos. 11- Sus piernas son infinitas.

Degas era un impresionista insular. Se distingue de este movimiento en que no era un paisajista, como lo fue, por antonomasia, Monet. Su pintura es urbana, tal la poesía de Baudelaire. No era un pleinairiste (“airelibrista”). Pintaba de memoria, sin necesidad de tener el modelo frente a él. Era un dibujante consumado, al punto de que en él la línea parece tener por momentos más importancia que el color. En las antípodas de Renoir, donde los contornos de las figuras se tornan imprecisos debido a la vibración del aire y del color. En muchos aspectos, Degas era un pintor clásico y, casi diría, realista. A partir de 1885 se aficionó a la fotografía, lo que lo llevó a adoptar una actitud pictórica aún más fiel a la realidad.

Hay en Degas un elemento un tanto perturbador, que no encontramos en sus colegas impresionistas. Hacia el final de su carrera, sus bailarinas son “sorprendidas”, “espiadas” -nunca miran de frente o posan para el pintor- en posturas íntimas: saliendo de bañeras, enjabonándose en sus tinas, secando con un paño sus partes íntimas, echándose el pelo húmedo hacia atrás, acuclilladas limpiándose los pies, vaciando sobre sí mismas sus cubas llenas de agua… ¿Voyeurismo? Sabemos que a sus modelos femeninas solía pedirles que se desvistiesen, las contemplaba morosamente desde todos los ángulos posibles, y luego las pintaba de memoria. ¡Ah, la caída del sétimo velo de Salomé, el ápex del erotismo masculino! Pero así como Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé escribieron poesía obscena -que no significa vulgar-, quizás Degas quiso también estetizar lo que no era intrínsecamente bello. Como diría Wilde: “No hay pintura moralmente reprensible: lo que hay es buena o mala pintura”. Degas y sus bailarinas, bellas y altivas como estandartes… ¿Alguien las ha vuelto a ver? Denme noticias de ellas… las echo de menos.