La poesía: junto a la música, el más verdadero de mis amores

La poesía, ¿será acaso Dios? Por simplona que parezca, es la hipótesis que siento más próxima a mi corazón. La poesía sólo puede ser absoluta.

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Es más fácil definir la poesía por negación que asertivamente. Y lo primero que puedo asegurar es que la poesía no es prosa rimada, prosa acompasada, prosa emperifollada, prosa acicalada. No interpela la misma región de la psique que la prosa. No solicita la misma actitud por parte del lector.

No va desnuda (como lo pretende Juan Ramón Jiménez) ni fastuosamente ataviada (tal cual lo sugiere Góngora). No es “sentimiento puro” (eso no existe), y antes bien, demanda un esfuerzo intelectivo singular.

No está en el sujeto ni en el objeto: propone, antes bien, la recíproca fecundación de uno por el otro, y su indisociabilidad esencial. No es irracional o nonsensical: tiene una lógica oscura y aún no determinada.

No es música (mera sonoridad y ritmo), y no es pensamiento (postulados téticos coherentemente enhebrados), pero quizás revele algo que podría ser descrito como música del pensamiento. No es asintáctica: crea su propia, nueva sintaxis.

No es materia, no es espíritu. Solo la encontraremos en su forma prístina en los sueños, y estos, por definición, son incomunicables. De hecho, a veces me siento tentado a decir que la poesía no existe.

La poesía, ¿será acaso Dios? Por simplona que parezca, es la hipótesis que siento más próxima a mi corazón. La poesía sólo puede ser absoluta. El último de los absolutos en un mundo donde todo ha sido declarado -insensatamente- relativo.

La poesía es el sangrante combate del lenguaje deconstruyéndose a sí mismo, de las palabras liberándose de su milenaria estratificación semántica: toda palabra es palimpsesto: superposición de significados, etimologías y acepciones. La poesía es la palabra remozada, redescubierta.

Pero el viejo vínculo (necesario según el Cratylo de Platón, arbitrario según Saussure) entre significado y significante, no queda abolido. Es necesario preservar la vieja plataforma de significados, a fin de ejecutar nuestras cabriolas semánticas. De lo contrario la poesía sería ininteligible, mera glosolalia.

La poesía vive de misterio, y muere de explicitud. Es criatura de entreluces, de intersticios, de penumbra y crepúsculos. La vulgar y groseramente directa luz del mediodía la destruiría. Tiene que ser ambigua, incierta, anfibológica: de lo contrario se convierte en puro pedagogismo, en un prospecto farmacológico. El lector debe asumir que en todo poema habrá un coeficiente más o menos alto de ininteligibilidad, de opacidad. Como decía Mallarmé, “todo lo que es sacro o se pretende tal, debe rodearse de misterio”. No todo en ella interpela a la razón cartesiana: mucho toca fibras más hondas y arcanas de nuestro ser. “Explicar” un poema es una impertinencia. El poema no dice ni proclama: sugiere, evoca, susurra, nos habla al oído. Hemos de aceptar gozosos su elusiva naturaleza.

La poesía no obedece a la fórmula “prosa + metáforas + metonimias + hipálages + aliteraciones + rima + anáforas”. Nada de eso. Como decía al principio, la poesía no es una prosa ornamentada. Es, desde su concepción, un fenómeno radicalmente diferente de la prosa. Resulta más fácil traducir un poema de un idioma a otro, que “traducirlo” a prosa.

¿Será la poesía una variedad de música hecha con fonemas en lugar de instrumentos musicales? Esta definición es, por lo menos parcialmente, correcta. Cierto que toda poesía propende a la música, sueña con ser música. Pero bien que mal hay en ella nociones, conceptos, es decir, elementos extramusicales. Por otra parte, recordemos que la música no es siempre acariciante y balsámica: hay música puntiaguda, angular, brutal, disonante, chillona, rítmicamente dislocada (Bartók, Prokofiev, Stravinski). Así pues, conviene saber que, si aceptamos el isomorfismo música - poesía, también encontraremos versos de estas características. No todo en la poesía son barcarolas, berceuses, y canciones de cuna.

Existe mucho facilismo en torno a la poesía, hoy en día. Hay lectores y poetas que creen que todo se reduce a exhibir pornográficamente todas las heridas de nuestros maltrechos corazoncitos. Un acto de impudicia, una falta de respeto para con el lector. La sinceridad no garantiza en modo alguno un buen poema. Por ello prefiero concebir la poesía como una ciencia exacta, de hecho, la más exacta de las ciencias. Una aritmética superior de las metáforas.

La poesía, en las antípodas de la ciencia, le restituye al mundo su unidad. La ciencia lo desmembró y atomizó. En virtud del pensamiento analógico, de la metáfora y la sinestesia, la poesía lo reconstruye como misteriosa urdimbre de relaciones y correspondencias sensoriales, como totalidad, como organismo. La poesía es, siempre, nostalgia de unidad primordial, reminiscencia dolorosa de lo indiviso.

En la poesía, el poeta debe saber darle la palabra a la palabra. Confiar en ella. Un verdadero acto de humildad. Dejar que los vocablos se unan o repelan según sus propias leyes sonoras y rítmicas. Es a lo que Mallarmé se refiere cuando habla de “la desaparición elocutoria del poeta”.

La ciencia cataloga la realidad. La poesía vuelve a enredar la baraja, restituye el caos original, y propone del mundo un nuevo principio estructural. No es la negación del orden: es la maravillosa plenitud de un orden que, desde nuestra miope perspectiva, nos hace el efecto de un inextricable galimatías. La ciencia desintegra, la poesía reintegra. Su vocación analógica (ver monstruos donde hay molinos de viento) es percibida como insania, cuando es, en realidad, la forma suprema de la lucidez. En tanto que capacidad para reconocer relaciones, la poesía representa la más pura expresión de la inteligencia.

La poesía reposa sobre el principio de identidad. Asimila realidades heteróclitas, en apariencia irreductibles e inconmensurables. Detecta su vínculo profundo y esencial, y lo celebra. Pero, claro está, al erigirse en detectora de la identidad, comienza por aceptar la alteridad, la diferencia, lo que Machado llamaba “la esencial heterogeneidad de la sustancia única”.

La metáfora restituye el hijo a la madre. Más allá de su definición retórica o literaria, su existencia responde al anhelo de reintegración. La metáfora, alma de la poesía… es volver a casa.