Juan Cárdenas, escritor colombiano: ‘La ficción está amenazada’

El autor colombiano vuelve al ataque con su novela 'El diablo de las provincias', un viaje de retorno cargado de realidad y fantasía.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Hundido en el fracaso, y tras un repentino ataque de resignación, un biólogo pone fin a más de 15 años de autoexilio y regresa al pueblo donde nació. El reencuentro con su madre, con su exnovia y con las calles y la casa de la infancia enfrentan a este científico anónimo con los fantasmas de su pasado.

Envolvente de inicio a fin, la última novela de Juan Cárdenas, El diablo de las provincias, reafirma a este autor colombiano (Popayán, 1978) como una de las voces más interesantes de la literatura latinoamericana en la actualidad.

Con las armas de la memoria y la fantasía, El diablo de las provincias recorre capas de la política, el capitalismo y la religión. Así lo había hecho ya Cárdenas en Zumbido (2010), Los estratos (2013) y Ornamento (2015), novelas que le han valido distinciones como aparecer en la edición 2017 de Bogotá 39, lista que reúne a los mejores autores latinoamericanos menores de 40 años.

Traductor de escritores como William Faulkner, Gordon Lish y Eça de Queirós, la exploración del lenguaje es otra de las características de su narrativa, donde hay páginas que ameritan una lectura en voz alta.

Cárdenas visitó el país el fin de semana pasado para presentar su novela en el Mercado Urbano del Libro, organizado por la librería Buhólica, en Escazú. Conversamos con él:

–En sus novelas es usual el ejercicio de la memoria: personajes que se encuentran con su pasado y lo exploran. En su caso, ¿cómo sería explorar su encuentro con la literatura? ¿Qué puede recordar de sus primeras lecturas?

–Bueno, no tengo un mito fundacional muy armado. Más bien, como les pasa a los propios personajes de mis libros, ese relato está muy fragmentado. Resumiendo mucho, te puedo decir que no recuerdo una época en mi vida donde no haya estado sumergido en la literatura o en la ficción. Crecí en una casa con libros. Mis padres eran militantes de izquierda y tenían una biblioteca del carajo, muy buena. Eran muy buenos lectores, mis viejos; siempre lo han sido. Crecí en un ambiente donde siempre había conversaciones sobre filosofía o ciencia.

”Así que no recuerdo un momento de mi vida donde no haya estado inmerso en un aparato de ficción y en una especie de aparato paranoico de la política de mi país. Eran los inicios de los 80, donde a la gente la estaban matando como moscas; todas las semanas mataban a un amigo de mis viejos. Ese clima como de paranoia, de ‘conspiranoia’, fue muy edificante para mi narrativa. Son cosas que uno se da cuenta a posteriori, quedan ahí abajo, como un sedimento.

”Quizá luego hubo otra etapa importante, una etapa formativa en Madrid, donde viví 15 años. Me fui a estudiar y trabajar a los 19 años. Tuve un encuentro muy fuerte que fue bien definitivo, y fue con Sergio Pitol, con quien mantuve una amistad durante un tiempo. Él fue como un gran Papá Noel que me traía las lecturas, y gracias a él comencé a leer los autores centroeuropeos que él mismo había traducido. Yo no había leído a Gombrowicz hasta que lo conocí a él, ni a Jaroslav Hašek… Luego también comencé a trabajar en el mundo editorial, a traducir”.

–¿Cómo surge su interés por otras lenguas y por la traducción? ¿Tuvo algo que ver Sergio Pitol en esto?

–No, cuando conocí a Pitol fue más bien una fase de confirmar mi vocación. Tampoco tengo una relación como de disciplina con las lenguas, sino que se me fueron pegando en el camino. Tengo esa facilidad y así aprendí el inglés y el portugués. Hubo una época en que pasaba temporadas largas en Portugal.

–Antes de publicar su primer libro, usted ya tenía trabajos como traductor. ¿Cómo ha influido la traducción en su oficio como escritor?

–Para mí, la traducción ha sido todo. Casi todo lo que he podido explorar en las novelas lo venía pensando en las traducciones. Traduciendo entendés que el idioma es como un saco y dentro de ese saco hay algo que está luchando por salir, hay como una incomodidad esencial de la lengua consigo misma. En la traducción, uno entiende muy bien esa lucha interna que tiene la lengua.

–Tanto en Los estratos como en El diablo de las provincias vemos a los personajes que se cuestionan la forma en que hablan...

–Los personajes en mis novelas todo el tiempo se están preguntando por su lengua. Qué lengua hablan o qué roles cumple esa lengua dentro de ese espacio narrativo. En El diablo de las provincias, el biólogo en un momento se pregunta si las amistades no son entre las personas sino entre las lenguas. Hay un montón de conjeturas sobre el idioma que yo no tengo muy claras pero que en las mismas novelas voy explorando.

–¿Está aprendiendo otra lengua?

–Metódicamente, no. Últimamente leo mucho en italiano, pero te estoy hablando de que me leo todos los días La Gazzetta dello Sport… Pero se me ha ido pegando. También es que el otro año se publica Ornamento en Italia, y estuve manteniendo un diálogo interesante con la traductora. Ella me iba enviando dudas y las íbamos resolviendo. Era bonito ver cómo ella iba trabajando el texto y lo iba transformando en otra cosa, ¿no?

–Ahora que menciona lo del italiano, llama la atención el protagonismo de Leonardo Sciascia en la contratapa de El diablo de las provincias. ¿Qué puede decir de él y de la influencia en su obra?

–Es un autor muy raro… En los últimos años estuve viviendo parte del año en Quito. Ahí hay muy pocas librerías, y hay algunas de viejo donde uno encuentra libros de Bruguera viejos y ahí compré varias novelas de Sciascia. Ya era un autor que había leído y me interesaba, pero no sabía hasta qué punto.

”Entonces, mientras leía esos libros, recordé una conversación que yo mismo había tenido hacía muchos años con Rodrigo Rey Rosa, que es un autor que a mí me gusta mucho y del que he aprendido una barbaridad de cosas. En un momento en que la literatura colombiana se quedó sin respuestas, que no sabía ni formal ni estéticamente qué proponer, para mí fue fundamental encontrar a Rey Rosa: un guatemalteco que estaba narrando unos conflictos muy cercanos a los de Colombia y que le estaba dando a todo eso un giro y una aproximación formal, con unos recursos y unos diálogos superfructíferos con la literatura fantástica, que es lo que a mí siempre me ha gustado.

”Y Rey Rosa, en una conversación que tuvimos hace siglos, me decía que estaba leyendo a Sciascia porque precisamente le daba soluciones. Y a mí me pasó algo un poco parecido. Empecé a leer a Sciascia y me aficioné a sus novelas, que son supercorticas y te las lees en una tarde. Fue clave para el diseño de toda la estructura rara que tiene El diablo de las provincias”.

–Sus novelas suelen partir de argumentos muy sencillos, como un hombre que regresa al pueblo donde nació. ¿Cómo es su forma de trabajar? ¿Parte de esas ideas sin saber muy bien adónde lo llevarán, o ya tiene conformada una especie de esquema antes de escribir?

–Es muy importante la sensación de descubrimiento en el proceso mismo, y la improvisación. Para mí se trata más bien de crear las condiciones para propiciar la improvisación.

”Trato de encontrar unas cuantas claves; sobre todo, hay como una cantidad de capas de reflexión sobre problemas. Hay nudos de problemas que me permiten eventualmente encontrar la melodía sencilla con la que empiezo el libro y, a partir de allí, ser capaz de elaborar todo el relato donde puedan aparecer esos nudos, y que se vean. Pero todo eso requiere de un montón de preparación, notas; le doy muchas vueltas. Incluso muchas veces me olvido, trabajo en un libro y me olvido. De repente, me veo meses después pensando en esos mismos problemas. Nunca lo esfuerzo, lo dejo que vaya pasando.

–¿Hay un momento en que reconoce que ya tiene material para escribir la novela?

–No, voy escribiendo como a pedazos, pero sí hay un momento en que tengo una intuición muy fuerte donde entiendo por dónde puede ir el libro y me siento y rápidamente termino el libro. Eso puede durar años. De hecho, El diablo de las provincias lo venía pensando desde hacía bastantes años, y hace como tres pasó esto con Sciascia y empecé a organizar las ideas. A final del año pasado entendí por dónde podía ir la cosa y me senté; en unos dos meses y medio escribí el libro.

–Mencionaba que sus novelas tienen capas, nudos de problemas. Uno puede leerlas desde el capitalismo, desde la política, desde la religión... ¿Por qué decide atacar esos temas tan sesudos, tan complejos, desde la ficción? Se lo pregunto en momentos en que están tan en boga géneros como la no ficción, la autoficción, las memorias… ¿Cree que así puede lograr algún efecto que de otra forma no lograría?

–Fijate que hace poco estaba releyendo unas conferencias de un crítico inglés que se llama Frank Kermode, que es muy bueno. Las conferencias se llaman El sentido de un final, y en ellas hay una parte donde Kermode explica cuál es el espacio social, político y civil de la ficción en la sociedad moderna. Él traza una genealogía muy interesante sobre cómo aparece esa franja extraña de la ficción, por qué aparece allí.

”Kermode dice algo que me parece muy importante y que yo suscribo: ese espacio es importante que esté allí porque es un espacio donde probamos cosas, que nos permite conjeturalmente probar ideas. Es un campo de pruebas del futuro, de la utopía o de cómo no queremos que sean las cosas. Es decir, es un espacio de proyección muy importante del deseo, del deseo colectivo.

”Como ese es un espacio políticamente muy cargado –porque imaginate, es el espacio donde estamos probando la utopía–, a mí me parece muy sintomático que justamente el mercado esté intentando, por todas las formas posibles, de avasallar ese espacio, de negarlo y de entronizar por completo la no ficción. De convertir la crónica, los libros autobiográficos y ese tipo de géneros, en el espacio que impide que exista la ficción.

”Alguien perspicaz te dice que no importa, que, aunque intenten hacer eso, la ficción no desaparece, pero yo tengo serias dudas. Creo que la ficción sí está amenazada por ese tipo de auge de la literatura testimonial. No digo que está mal que exista, hay librazos de ese tipo, pero políticamente es muy jodido que estén tratando de inundar todo el espacio de la ficción con ese tipo de libros.

”Lo que yo me pregunto es, y ahí entra mi cabeza paranoica: ¿no será que se quieren cargar ese espacio de ficción para que precisamente no podamos imaginar? ¿Por qué no me puedo imaginar que aquí va a llegar un hipopótamo volador cabalgado por un enano y hacer una novela entera sobre el hipopótamo cabalgado por un enano? Es como impedir que se dé eso y que todos estemos hablando de mí y de cómo le cambio los pañales a mi niño y de que mamá se murió… Qué me importa a mí todo eso, yo prefiero mil veces el libro del hipopótamo volador”.

–¿Se asume como un defensor de la ficción? ¿Siente que se le percibe así?

–La verdad, no lo sé. Tampoco le doy muchas vueltas. Hago lo que puedo, pero también hago lo que no puedo, y la ficción también es aspirar a eso: te invito a pensar un poco más allá de qué te pasó ayer cuando fuiste a comprar el pan y te encontraste que tu tío de 70 años se había tomado 70 pastillas y, entonces, vos te pusiste muy triste… Ya basta, ¿no? No quieren que nos imaginemos más que nuestra propia vida, que nuestra puta vida de mierda. Encima quieren que la contemos y que la volvamos a recontracontar y que salga nuestra maldita cara en la portada del libro. Si eso no es una conspiración, loco, no sé qué es.

–En El diablo de las provincias, un tema medular es la idea del éxito: cómo se persigue, cómo se construye socialmente… Usted es un autor joven que desde sus primeros libros alcanzó reconocimiento de la crítica. ¿Cómo ha sido lidiar con eso? ¿Hay algo sobre esa experiencia en la novela?

–Hay una cosa que pasa en la novela que es muy distinta de este supuesto éxito literario, que no creo que exista. Hacer esto persiguiendo una supuesta idea de éxito es la cosa más mortuoria y triste que pueda haber.

”Yo no diría que mis libros hayan tenido éxito ni que yo haya tenido éxito como autor. Lo que creo es que han encontrado lectores y espacios de discusión, y que siguen siendo sumamente minoritarios. Yo no me siento incómodo con eso; al revés, por lo que hacen, ese espacio minoritario es al que están destinados los libros.

”Y ahí me siento bien, pero también en la perpetua incomodidad: en la perpetua crítica, como te decía que le sucede al lenguaje mismo, sin sentirse uno nunca cómodo y en esa lucha por no claudicar.

”Y de eso sí habla la novela: de cómo todo, de cierto modo, se monta para que no claudiqués, para que vos digás: ‘Bueno, todo puede ser más fácil, si me porto bien, todo va a salir fantástico’. Es un poco este caramelo envenenado que te pone el neoliberalismo. Pórtate bien, amigo, y verás cómo vendrán recompensas. Pero no es así, y muchas veces es casi mejor que el neoliberalismo no te cumpla las promesas que te hace, porque es horrible, la verdadera tragedia es cuando eso sucede, y eso es lo que pasa en el libro”.

¿Qué se ha dicho?

Marta Sanz: “El lirismo y las polifonías democráticas que forman parte de la mejor literatura hispanoamericana están aquí presentes”.

Nadal Suau: “La prosa de Cárdenas derriba (aspira a derribar) esa arquitectura corporal, cultural, urbana, retórica”.