El inquietante color de la locura

El pintor francés Théodore Géricault tentó los abismos de la enajenación para dejarnos arte.

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¿Dedicarse a pintar locos? ¿A quién podría habérsele ocurrido cosa semejante? Pues a Théodore Géricault, uno de esos locos lúcidos que la historia nos regala de tiempo en tiempo.

El enfant terrible del romanticismo francés sacó la pintura de la armonía, la perfección de la escuela neoclásica de David e Ingres, para crear un arte convulso, inarmónico, imperfecto’ porque la vida lo es: Apolo (la mesura, el equilibrio) enamorado de Dioniso (el exceso, la embriaguez, pero también la desintegración y la monstruosidad).

Goethe dijo alguna vez que, para él, clasicismo significaba salud, y romanticismo, enfermedad. Quizás, pero la enfermedad también tiene derecho a una presencia en la república del arte, es constitutiva de la naturaleza y del ser humano.

Romanticismo, enfermedad de una época, de una sociedad, y del individuo. Donde David e Ingres pintaban formas, Géricault pintó almas, psiques, seres abismados en sus propios delirios. Sus enfermos nos hablan al oído, y nos hacen ver –pintura incómoda, perturbadora– hasta qué punto nos parecemos a ellos.

Vocación de tormenta

A Liszt le preguntaron cuál era su profesión; altivo, el maestro respondió: “Mi profesión, amigo, es desatar tormentas”. Otro tanto puede decirse de Géricault. Todos los rasgos del artista romántico se dan cita en su fascinante personalidad.

Nace el 26 de setiembre de 1791 en Rouen, muere en enero de 1824 en París, a consecuencia de una caída de caballo y de la prestigiosa pero letal tuberculosis.

Géricault nunca conoció la miseria: fue hijo de un magistrado y poderoso terrateniente, dueño de una manufactura de tabaco; y de Louise Carel, descendiente de una rica familia normanda.

Su primer gran gesto romántico: inaugurar su carrera con un autorretrato. “Encuéntrate a ti mismo”, hubiera dicho Pascal. Por lo demás, todos sus cuadros de juventud serían destruidos por los bombardeos de 1944.

Géricault estudia en el taller de Carle Vernet, donde conoce y se deja influir por el gran Horace Vernet, pero Géricault no está para imitar a nadie: su vida entera es una gran estrategia de subversión contra la sociedad y los cánones del arte establecidos.

Primera tormenta familiar (y esta sí fue grande): se enamora y casa con la joven esposa de su tío materno, creando una vorágine doméstica de escandalosas proporciones. De esta unión surgiría su único hijo: Hippolyte Georges.

Habiendo fracasado –debido a la miopía de los jurados– en la obtención del codiciado Premio de Roma, decide ir a Italia a estudiar a los maestros renacentistas. La impresión es hondísima, en particular la de Miguel Ángel y la del maestro flamenco Pedro Pablo Rubens.

Géricault aprende a pintar de manera autodidacta, a través de la pura observación y análisis de los grandes maestros. Era reacio a toda otra figura de autoridad, a toda forma de pedagogismo: el alumno más difícil del mundo.

¡Y se encontró!

Rompiendo con la tradición neoclásica de David e Ingres, Géricault se lanza a las calles a pintar el horror del mundo: niños mendicantes, alicaídos exoficiales de caballería, cabezas cercenadas, miseria, locos recluidos en manicomios, fragmentos anatómicos desmembrados como en una carnicería: la cristalización de lo que Victor Hugo pregonaba en su famoso Prefacio de Cromwell , cuando exigía –y su Quasimodo lo prueba– que lo feo, lo grotesco y lo deforme fueran también admitidos como objetos de culto artístico.

Théodore Géricault se aleja del concepto de mimesis aristotélico: la directa imitación de la realidad: su paleta no busca ya el realismo a ultranza de David; su trazo es menos preciso: lo que cuenta es el efecto de conjunto.

Su primera obra expuesta (Oficial de la guarda de caballería al ataque , 1812) está lleno de fervor napoleónico.

Dos años más tarde, después de la derrota del gran corso, surge su segunda obra (Caballero herido): del entusiasmo bélico al gran desencanto. El héroe se aleja, solitario, vencido, sobre un campo lleno de cadáveres.

El 2 de julio de 1826 se expone no su obra maestra –como algunos quisieran pretender–, sino una de sus obras maestras: La barca de la Medusa, inspirada en los horrores del hundimiento de una fragata francesa sobre las costas de Senegal.

Ese evento dio lugar a atroces actos de asesinato y canibalismo entre los siete sobrevivientes hacinados sobre veinte tablas a la deriva. La tragedia se convirtió en una cause célèbre de la política francesa del momento.

El pintor de la muerte. Sin embargo, había que bajar más hondo aún en el abismo de la realidad humana. Gracias a la intervención de un amigo, médico del hospital de Beaujon, Géricault obtiene miembros cercenados para crear sus sobrecogedoras telas al óleo (Fragmentos anatómicos).

Piernas, manos, segmentos de muslos, cabezas decapitadas que parecen interpelarnos desde el fondo de la muerte, todo desordenadamente acumulado sobre una mesa’

Charles Clément, su biógrafo, nos cuenta cómo su taller apestaba permanentemente con el olor de la descomposición, ¡pero qué obras maestras surgieron de esta gestión artística! La mirada de esos decapitados’, la vida dentro de la muerte, la muerte dentro de la vida: el atroz momento de la ambigüedad.

El otro gran tema de su mitología personal: los caballos (él mismo era notable practicante de ejercicios ecuestres).

No hay artista que haya pintado caballos tan bien como Géricault: cuando se los cabalga, la impresión es que caballero y animal son una especie de hipercuerpo, de monstruo cuyas partes humana y animal son indisociables.

La infinita soledad del loco

Comenzado en 1821 por encargo de su amigo Etienne-Jean Georget (pionero en el desarrollo de la psiquiatría), Géricault pinta quince cuadros de monomaniacos, todos ellos internados en el manicomio de la Salpêtrière (o “casa de convalecencia”, como a la sazón la llamaban piadosamente).

Diez cuadros se extraviaron. Nos quedan cinco que son auténticas radiografías del alma humana. Aquí sólo consideraremos dos: La monomaniaca de la envidia y la cleptomanía, conocida como La hiena de la Salpêtrière , y El monomaniaco del robo , conocido como El cleptómano.

Son seres patéticos, fijados sobre ideas de las cuales no hay escapatoria posible, marginados para siempre. En Historia de la clínica, Foucault nos demuestra cómo la palabra del loco era tenida por profética en la Edad Media.

El loco es patologizado por el Renacimiento y recluido para siempre en infames celdas, aun más escarnecido por el Siglo de las Luces (¡qué afrenta a la época de la razón, de la Enciclopedia, y del anatema sobre la diferencia esencial!); pero el romanticismo reivindicará la voz del loco.

Géricault transportaba sus herramientas de trabajo al manicomio para pintar in situ a sus enfermos. Hemos escogido los dos rostros que juzgamos más perturba-dores para ilustrar este artículo: La monomaniaca de la envidia y la cleptomanía y El monomaniaco del robo.

La mirada aviesa, la tez verdusca, los ojos como rescoldos, sus orlas inflamadas y sanguinolentas’: rara vez un cuadro nos ha hablado desde tan hondo del alma humana, como el de esta mujer, que inspira tanta compasión como miedo.

Menos aterrador pero no menos perturbador, El monomaniaco del robo nos mira con sus ojos vacíos de humanidad, a no ser por una expresión de desconcierto con algo de la lejana melancolía de aquel que no entiende lo que sucede a su alrededor: el individuo ajeno a las reglas del juego de la vida.

Géricault no es “bonito” de ver, no es “ornamental”. Era un sondeador de abismos, de la voz de los marginados, el que sacó a la luz todo lo que teníamos guardado bajo doble llave en el tenebroso subsuelo del alma: lo “sublime terrorífico” de que hablaba Kant.