El bel canto o vida y aventuras de una melodía

El bel canto representa la más pura y noble exaltación de la voz humana, de esa belleza que ningún otro instrumento musical es capaz de reproducir.

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Fue un combate “a dúo” (para ponerlo en términos musicales). La Cuzzoni era regordeta y chillona. La Bordoni un modelo de exquisitez vocal. Soprano la primera, contralto la segunda. Una con tontillo, la otra con crinolina: juntas, abarcaban una periferia de unos cinco metros de diámetro. Ambas prima donnas esponjadas en el espeso caldo de sus egos adiposos y rubicundos. Si el sol salía era para contemplarlas, si el viento soplaba era para aliviar sus gargantas privilegiadas, y cuando el océano callaba era para prestar oídos a sus sublimes melopeas. Bueno, eso creían ellas. Para Händel –en cuya compañía lírica cantaban– no eran más que dos viejas histéricas tirándose de los cabellos por asumir los papeles protagónicos de sus obras.

El 6 de junio de 1727 pasará a la historia como el día en que se escenificó la más espectacular gresca teatral de todos los tiempos. Las dos “damas” se abalanzaron una contra la otra. Rodaron por el suelo. Destruyeron la escenografía. Se desgarraron las vestiduras. Los músicos intentaron en vano separarlas. El público “invadió la cancha” y se sumó a la batalla… unos partidarios de la Cuzzoni, otros de la Bordoni. Händel, el pobre, huyó del lugar con su música bajo el brazo. Tal era el furor que el bel canto era capaz de suscitar a la sazón. El combate fue declarado “empate técnico”: ninguna de las dos cantó en las siguientes representaciones, pues se habían infligido lesiones de consideración. Fueron sustituidas por cantantes quizás menos flamboyantes, pero más disciplinadas.

La voz era la soberana absoluta en el bel canto, el estilo interpretativo y la técnica de emisión vocal predominante durante el siglo XVIII, si bien Rossini, Bellini, Donizetti y el temprano Verdi siguieron cultivándolo a su manera durante la primera mitad del XIX.

Lo más importante era la belleza de la voz, su brillantez y agilidad. La plasticidad de las líneas melódicas. El virtuosismo vocal: trinos, ornamentos, florituras de todo jaez: lo que genéricamente llamamos coloratura (Mozart, La flauta mágica: la primera aria de la Reina de la Noche). En su fase degenerativa el bel canto cayó en el manierismo, en la sobreornamentación, en la ostentación virtuosística (¡a ver quién puede sostener durante más tiempo tal o cual trino!) y en la completa desustanciación de la música: ya no importaba la verdad dramática, la sinceridad del sentimiento. El aria da capo (la primera parte se cantaba tal cual la había escrito el compositor, en la repetición el cantante añadía cuantos gorgoritos le placía) fue su expresión formal característica. Pero a los cantantes a veces se les iba la mano con los gorgoritos, y entonces comenzaba la eterna riña con los compositores. Händel llegó a los puños con más de uno de ellos.

Una melodía es una línea. Una línea sonora trazada sobre el lienzo del tiempo. Tiene su origen, su punto culminante (ápex) y su fin. Nace, crece, decrece y muere. Puede ir de un punto a otro de manera directa, o elegantemente sinuosa. Era lo que postulaba Gluck (1714-1787), el autor de la bellísima ópera Orfeo y Eurídice. Nobles, simples trazos melódicos. Pero algunos belcantistas ensuciaron la línea con colochos, lazos y toda suerte de churriguerías. Mientras que Gluck iba de un punto a otro “caminando”, los belcantistas lo hacían zigzagueando, como alguien que se hubiese pasado de tragos. La querella de los bufos es un episodio cómico-grotesco de la historia de la música que merece ser recordado. Al frente de las huestes belcantistas se encontraba el hoy olvidado Piccini (¡no confundir con Puccini, el autor de La Bohème!) Como a la sazón no existía aún el fútbol, la gente se enardecía tomando partido por una u otra de las dos escuelas. Hubo grescas callejeras, enfrentamientos multitudinarios: “la querella de los bufos” –fue el nombre que se le dio a esta colisión de sensibilidades–. La ópera era entonces un género popular: la gente militaba con pasión en uno u otro bando. Por dicha hemos evolucionado y ahora, en lugar de discutir en torno a la ópera, pataleamos, imprecamos y nos rasgamos las vestiduras por un partido entre Saprissa y la Liga. ¡Tres hurras por el progreso!

Gorgoritos y más gorgoritos: esa fue la enfermedad que acabó con nuestro amado bel canto. Veamos cual era el problema con la sobreornamentación del bel canto. Propongamos una frase cualquiera: “Miré por la ventana y el jardín estaba cubierto de nieve”. Frase limpia y directa. Adornémosla un poco: “Miré por la ventana y con asombro descubrí las caprichosas formas que la nieve esculpía sobre los árboles”. No está mal. Pero sigamos: “Miré por la ventana, y extasiado me recreé en las iridiscentes superficies que la nieve, con su inextinguible paleta, esparcía sabiamente sobre la hierba”. Ya aquí la cosa comienza a complicarse. A ver, un poquito más: “Miré a través de los cristales empañados por el aliento del invierno, y descubrí, sobrecogido hasta lo más hondo de mi alma, las miríadas de translúcidos cristales que pendían cual gemas del follaje grisáceo, doliente”. Y aquí sí estamos en problemas. Hemos perdido las nociones de dirección, de pureza y de simplicidad. La noble melodía de Gluck se ha convertido en un ovillo. En su fase decadentista el bel canto antepuso el gorgorito a la música. Al “gongorismo” de los poetas correspondió el “gorgorismo” de los cantantes. El rococó desbordándose en el éxtasis de su orgía de ornamentos y arabescos de toda suerte.

El trino imita el canto de los pájaros. ¿O serán los pájaros los que nos imitan a nosotros? Cuando se escucha a Lily Pons, por ejemplo, cabe preguntárselo: su arte era una verdadera cátedra de trinos. Consideremos dos sonidos: “La” y “Ri”. El segundo es más agudo que el primero. Si los hacemos alternar rápidamente producimos un trino: “La-Ri-La-Ri-La-Ri-La”. Pero podemos también trinar “hacia abajo”: “La-Ro-La-Ro-La-Ro-La”, donde “Ro” es, por supuesto, más grave que “La”. Y hay algo más que podemos hacer: trinar sucesivamente hacia arriba y hacia abajo, y es lo que llamamos un grupetto: “La-Ri-La-Ro-La-Ri-La-Ro-La”. Son lindos los trinos, quién lo duda. Pero haga usted, estimado lector, el ejercicio consistente en ponerle un trino a cada nota de su melodía favorita, y verá a qué punto comienza esta a deformarse y llenarse de excrecencias parasitarias. ¿Ve usted por qué está olvidado el pobre Piccini?

En manos de Mozart, Bellini, Rossini y Donizetti la estructura y el ornamento encontraron por fin su punto homeostático: pureza de la línea, pertinencia del adorno que le está supeditado. Equilibrio perfecto. Y una distinción esencial: bel canto deja de ser sinónimo de ópera. A partir de Gluck y culminando con Wagner, la ópera no hará otra cosa que alejarse del bel canto. Ni los alaridos de la Cuzzoni ni los trinos de la Bordoni hubieran podido traspasar la paquidérmica orquesta de Wagner. El cantante no es aquí una prima donna en función de la cual el compositor ha escrito su obra; antes bien, es un instrumento más luchando contra un monstruo de ochenta cabezas. Las Valquirias no entran a escena a trinar como pajaritos. A nadie se le ocurriría competir silbando contra las cataratas del Zambeze.

La criba de la historia es inapelable: supremamente bello en manos de Mozart, melindroso en las de Piccini, el bel canto representó la manifestación vocal de una sociedad que bailaba y hacía gorgoritos sobre el volcán presto a reventar, ignorando que su mundo se acababa, y se acababa para siempre. La Revolución Francesa y las campañas napoleónicas trajeron vientos de tempestad, y con ellos un estilo de canto y un modelo de ópera mucho más dramático y visceral. El soplo épico no dejó una peluca en su lugar… ni siquiera la de Rossini, que sus retratistas tan bien supieron disimular. Entrábamos en la era de Beethoven, Berlioz y Wagner. Cuando ruge la tormenta el céfiro debe callar.

Pero el bel canto es inmortal. Representa un homenaje a la belleza intrínseca de la voz humana. Es la hermosura del timbre, el color, la textura de una voz, exhibida en líneas melódicas elásticas, extensas, llenas de meandros como la desembocadura del Orinoco. Sí: un himno a la voz humana: eso es el bel canto. Era como esculpir la música con el más sutil de los cinceles y martillos. Sinónimo de melodía de largo aliento, de fraseo, de puntuación, de perfecta articulación de los sonidos, de plenitud sonora, de pureza de la emisión, de deleite en la capacidad humana para producir sonidos tan bellos y arrobadores. Es el ser humano perplejo ante su capacidad para generar tanta belleza, con no más que pulmones, un diafragma, una columna de aire, y esa arpa eólica natural que son nuestras cuerdas vocales. Era comprensible que pecáramos de hybris, de exceso. Nos embriagamos ante nuestros propios poderes. Pero ahí quedan, y para siempre, los grandes maestros que supieron cultivarlo con sobriedad y elegancia. Nadie nos quita lo bailado.