Claude Debussy, un niño travieso y genial

Este año se conmemoran los cien años de la muerte de Claude Debussy. Iniciamos hoy una serie de tres artículos dedicados a su personalidad y su obra.

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En 1912, una periodista inglesa le hizo a Debussy, el gran “Claudio de Francia” (como gustaba hacerse llamar), una entrevista “de celebridad”. Hela aquí:

–De no haber sido músico, ¿qué le habría gustado ser? –Marino.

–¿Sus poetas preferidos? –Poe, Baudelaire.

–¿Su prosista preferido? –Flaubert.

–¿Su pasatiempo favorito? –Leer fumando tabacos sofisticados.

–¿Su característica principal? –Mi pelo.

–¿Sus compositores favoritos? –Palestrina, Di Lasso.

–¿Su personaje histórico más odiado? –Herodes.

–¿Sus nombres favoritos? –Depende de quién los lleve.

–¿Las faltas con las que es más indulgente? –Las faltas de armonía (irónicamente).

–¿Su color favorito? –Todos los del mar.

Este es el hombre de la gran ruptura, el inventor del siglo XX en música, el “ábrete sésamo” de todas las vanguardias musicales de la nueva era. Sin él no habría Stravinsky, ni Bartók, ni Schönberg, ni Boulez, ni Stockhausen, nadie, nadie, nadie.

Debussy, en cierto modo, reinventó la música. Tomó sus elementos constitutivos (armonía, melodía, ritmo, tempo, textura, color) y los transformó para crear una música personal, la suya, una música para su uso propio, que poco tenía que ver con lo que se había escrito anteriormente (sin bien las últimas piezas pianísticas de Liszt anuncian el mundo armónicamente vagaroso del impresionismo).

¿Qué hacer con Debussy?

¡Qué hacer con Debussy! Su nombre original era Achille-Claude Debussy. Lo invirtió en Claude-Achille Debussy. Se hizo llamar Claude de Francia patrióticamente durante la Primera Guerra Mundial. Modificó su nombre: “De Bussy”, para que la partícula “De” le confiriera un rango nobiliario que jamás tuvo (era hijo de un modesto comerciante de porcelanas).

De Beethoven dijo: “antes que escuchar la Pastoral, prefiero ir a pasear al campo”. De Massenet: “es el compositor preferido de las costureras”. De Wagner: “¡ver vikingos con cuernos, pieles y lanzas vociferar en escena seis horas! Wotan es irritante: mete a todo el mundo en líos y pretende solucionar sus embrollos con un aria final”. De Saint-Saëns: “es el nombre mismo del sentimentalismo barato”. De Liszt: “un falso genio”.

Exasperado por los amateurs y diletantes (“los que aman” y “los que se deleitan”, nociones no peyorativas) creó El Señor Corchea Anti-diletante, apócrifo personaje cuyo humor punzocortante arremete contra las instituciones y prejuicios musicales. ¿Cómo quererlo? No sé si tal cosa es posible.

Sin embargo, amar su música, en cambio, es inexorable. Un poeta de los sonidos –Töndichter (Beethoven)–, que inventó un lenguaje musical inaudito, y con ello fecundó una era. No es exagerado decirlo: en materia musical, Debussy esbozó la totalidad del siglo XX.

Los primeros zarpazos

Tan pronto entró al Conservatorio de París, se distinguió como un enfant terrible. En las clases de armonía estaba prohibido el uso de lo que se conoce como quintas y cuartas paralelas. Pues bien, tan pronto sus profesores le daban la espalda, se sentaba al piano, y para deleite de sus compañeros, elaboraba largas improvisaciones llenas de las armonías prohibidas.

Podía extraer del piano sonidos en el límite del silencio (su Claro de luna), pero también se volvía loco y aporreaba el instrumento sin piedad, extrayendo las sonoridades más disonantes y barbáricas. Era una fuerza de la naturaleza, no puede uno menos que compadecer a sus profesores: ¿cómo darle clases de armonía al volcán Etna? Bien pudo haber sido un virtuoso desmelenado, pero, para fortuna de todos, prefirió la composición.

Durante los veranos de 1880, 1881 y 1882 acompañó a Nadezhda von Meck, la acaudalada mecenas de Chaikóvski, en sus viajes a través de Europa. Las funciones de Debussy consistían en tocar a cuatro manos con Nadezhda, darle clases de música a sus hijos, y organizar pequeños conciertos de música de cámara.

Debussy osó enviarle a Chaikóvski una pieza de su numen: la Danza Bohemia. El maestro ruso le respondió: “es una pieza muy bonita, pero es demasiado corta, ni una sola idea está desarrollada, y la forma carece de unidad”.

En otra ocasión, Debussy visitó a Brahms, en Viena. El Wotan de las luengas barbas no estaba en casa. Cuando se enteró de que cierto joven compositor francés había venido a buscarlo, le envió de vuelta este mensaje: “Me entero de que usted ha venido a tocar a mi puerta. Por una vez pase, pero no se atreva a hacerlo de nuevo”. ¡Cielo santo, qué señorones tan difíciles, estos músicos que desde el Parnaso desdeñaban a sus jóvenes colegas!

Feligrés wagneriano

Debussy peregrinó a Bayreuth en 1888 y 1889. Pese a sus anteriores boconadas sobre el maestro alemán, el hecho es que su música lo hipnotizó. La influencia de Wagner se hace sentir en sus Cinco poemas sobre Baudelaire y en su inconmensurablemente bella ópera Pelléas et Mélisande, impregnada del simbolismo pictórico de Moreau, y de la poesía simbolista de Maeterlinck, Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y Mallarmé.

Su triunfo en el codiciadísimo Premio de Roma de 1884 le significó una estadía de cuatro años en la Villa Médici, de Roma. Debussy chocó aquí, como en el Conservatorio de París, con una férula musical excesivamente dogmática y conservadora. “¡Estoy demasiado enamorado de mi libertad, demasiado orgulloso de mis propias ideas!”, les escribía a sus amigos.

La relación odio-amor de Debussy con Wagner se decantó hacia el amor: su uso de la armonía, su cromatismo, su mundo lleno de legendaria melancolía lo sedujeron irremediablemente.

Otro tremendo coup de foudre: durante la Exposición Universal de 1889, destinada a celebrar el centenario de la Revolución Francesa, Debussy tuvo la oportunidad de oír música javanesa, interpretada en una exótica orquesta llamada gamelán, compuesta por metalófonos, xilófonos, membranófonos, gongs, flautas de bambú, e instrumentos de cuerda frotada y pulsada. Debussy recreará las peculiares armonías producidas por estos instrumentos en diversas composiciones, de manera notoria en sus Pagodas, de la suite Estampas, para piano.

En cierta ocasión, el niño Debussy abordó un barco como polizón, con el fin de ir a visitar las remotas islas a las que se dirigía. Fue todo un escándalo. El pequeño no aparecía por ningún lado, el barco se aprestaba a zarpar…; por fin lo encontraron escondido tras unas barricas… Su padre le propinó una paliza tremenda. Pero eso en nada cambió su amor inmarcesible por el mar.

Mil cosas bellas e insólitas se pueden decir sobre este poeta de los sonidos, este iconoclasta, este inclasificable personaje con cabeza de fauno y alma de marinero, pero recuerden, amigos, que tenemos todavía dos artículos para evocarlo con reverencia y con amor.