Zapping: La sabiduría de Clarence

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El paisaje es urbano y deprimente. El patio de juegos está sucio, lleno de charcos y las hamacas rechinan de herrumbre. En medio de la escena, un niño obeso y zopetas juega con un palo. Y el niño es feliz.

Clarence es el pequeño. Debe de tener unos 10 años, y su ombligo suele ser visible a causa de una camiseta que ya no le queda. Es claro con solo verlo que Clarence proviene de un hogar de clase baja, y que bien podría gozar de algún tipo de ayuda económica por parte del Estado. Y Clarence es feliz.

Clarence y su serie homónima son parte de la actual programación de Cartoon Network, canal cuya oferta de animados es hoy una de las más interesantes de la televisión, gracias a shows de vanguardia como Steven Universe, Un show más, Escandalosos, Hora de aventura, Gumball y Tío Grandpa.

A mis hijas les encanta Clarence . Yo, que poco sabía del programa, me senté con ellas a ver de dónde provenían tantas carcajadas legítimas y con solo un par de emisiones lo entendí todo: Clarence es la pura esencia de la niñez.

La historia se desarrolla en un ficticio poblado de Arizona, en un pueblo deprimido económicamente y donde las familias padecen la falta de empleos estables. La infraestructura pública está dañada, la gente tira la basura en la calle, y la escuela primaria lidia con restricciones presupuestarias propias del tercer mundo.

Clarence, como cualquier niño, no cae en cuenta de nada de eso. Él no repara en que su mamá convive con un novio que no logra mantener un empleo fijo y que se pasa buena parte de su vida viendo tele en pijama y pantuflas. Para Clarence lo que cuenta es que Chad es un tipazo y es lo más parecido que ha tenido a un padre.

Clarence no repara en que sus dos mejores amigos son incompatibles entre sí. Mientras que Jeff es estudioso, inseguro y rígido (la forma cuadrada de su cabeza no es casualidad); Sumo es instintivo, impulsivo e incluso cruel. Sin embargo, la lealtad entre los tres es indestructible.

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Si nuestra infancia fue memorable, mucho se debió a los rasgos en común que compartimos con la de Clarence. Jugar con palos, piedras, cajas; gastarle bromas a los amigos; provocarle colerones a las maestras; desesperar con respuestas ingeniosas a padres histéricos; querer a un perro feo; aferrarnos a un juguete dañado y horrible pero que siempre ha sido nuestro; cometer alguna fechoría en el vecindario; insistir en usar siempre la misma camiseta; chollarse las rodillas a punta de caídas.

Clarence vive en un mundo ficticio en el que los niños se ven expuestos a la pobreza, a la mala educación, al matonismo escolar, pero también a la camaradería legítima, a los abrazos insospechados, a los gestos espontáneos de cariño, y al uso desatado de la imaginación y la creatividad. Ni tan ficticio.