Zapping: Escritores fantasma

En días pasados se sucedieron dos noticias que plantean una definición difusa de “autoría”.

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¿Cuán dueño de su ingenio es un artista? En días pasados se sucedieron dos noticias que plantean una definición difusa de “autoría”, sobre todo cuando, como en estos casos, involucra las redes sociales y la industria del cine.

Vayamos primero a “la frontera final”. George Takei era apenas una estrella secundaria en el elenco original de la serie televisiva de ciencia ficción Star Trek (1966). Su brillo eficiente y opaco consistía en interpretar al teniente Hiraku Sulu. El protagonismo de la serie se lo robaban los diálogos punzantes que sostenían el capitán James T. Kirk (William Shatner), el señor Spock (Leonard Nimoy) y el doctor Leonard “Bones” McCoy (DeForest Kelley).

Sin embargo, a casi 50 años de que la franquicia de Star Trek fuera creada, Takei mantiene a la Internet secuestrada. Con más de cuatro millones de seguidores en su perfil de Facebook, el actor supo cómo reinventarse ante el ojo público como una superestrella de las redes sociales. El señor de 76 años publica a diario memes relacionados con la ciencia ficción, la política y el activismo a favor de los derechos civiles (en el 2005 dio a conocer su homosexualidad, y en el 2008 se casó con su pareja de larga data).

La semana pasada, muchos seguidores de la estrella veterana quedaron defraudados cuando un escritor de comedia afirmó que le suele vender chistes a Takei para que los publique en su perfil. Los fanáticos se sintieron burlados por quien pensaron que era uno de los personajes más ingeniosos de la Internet. Takei salió al paso diciendo en la revista Wired: “Tengo a Brad, mi esposo, quien me ayuda, así como a pasantes que me asisten. Lo importante es la confiabilidad de que mis publicaciones estén ahí para recibir a mis fanáticos con una sonrisa o una risa cada mañana. Así es como nos mantenemos creciendo”. Los fanáticos supieron perdonar.

El incidente pasaría solo como una anécdota, pero a ella se suma una coincidencia que involucra a otro escritor fantasma.

En una entrevista que se publicó a finales de mayo, el director de cine M. Night Shyamalan reveló que él trabajó como escritor anónimo en 1999, el mismo año en que se estrenó su película demoledora de taquillas El sexto sentido. El cineasta dijo que habría ayudado en la confección del guion de la comedia romántica para adolescentes Alguien como tú ( She’s All That) , una peli que no creo que haya llegado a nuestros cines pero que sí se pasó por televisión.

Esta era una historia sencilla y predecible, dos adjetivos que van a contramano del irregular cine de Shyamalan.

Shyamalan reveló su participación en aquella escritura con vergüenza, como si admitiera la ejecución de un crimen. Sin embargo, el guionista que sí aparece firmando los créditos salió a desmentir la noticia, y se ha creado una pequeña polémica alrededor de si Shyamalan participó o no en esa producción que tanto lo apena.

Al margen de los reclamos, estas anécdotas nos indican lo añejas que están nuestras nociones sobre la autoría. No me interesa ahondar en el tema de la honestidad del creador, sino más bien en nuestra obsesión como público por ponerle un nombre singular a las obras. ¿Acaso a estas alturas importa?

Una connotada escritora nacional me dijo una vez que estaba harta del endiosamiento de los “autores consagrados” y que, si de ella dependiera, abogaría por la publicación de libros anónimos: que cada obra se sostenga sola. Menos nombres y más obra, eso me gustaría verlo.