Página Negra Richard Burton: El descanso del druida

Monstruo perfeccionista, intenso, ahogado en alcohol, con un ego incontrolable, desperdició su carrera teatral debido a su espíritu tormentoso y a un amor incendiario.

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Un día vio su foto en el periódico y la llamó. Quedaron de verse. “¡Adiós, amor!”, se despidió. Él jamás llegó. La muerte lo citó primero.

Odiaba a todo y a todos. Solo tenía un amor, sin el cual habría sido capaz de matarse. Eran adictos al dramatismo, a las peleas, a las reconciliaciones, a regalarse anillos y a patear las puertas, pero ninguno de los dos pudo nunca renunciar al otro. Se amaron hasta gastarse.

Siempre se excedió en todo, hasta en sus defectos. Bebedor y mujeriego; recitaba poemas, con la misma facilidad con que decía obscenidades.

Titán del teatro y del cine, presumía de ser actor por casualidad y sin ninguna vocación. ¡Qué tal si hubiera tenido talento! Legó a la posteridad interpretaciones memorables, fue nominado siete veces al Óscar y en todas perdió.

Ahora, en estos días santos, vuelve a la pantalla –como todos los años-– con El manto sagrado , una cinta en la que Richard Burton interpretó a Marcelo Gallio. Este fue un tribuno romano que encontró la redención en la túnica de Jesucristo, sorteada entre la soldadesca al pie de la Santa Cruz.

La película, filmada en 1953, ganó dos premios de la Academia a la mejor dirección artística y al diseño de vestuario, así como el Globo de Oro. Al año siguiente, Víctor Mature –coprotagonista en la anterior– filmó la secuela: Demetrio y los gladiadores .

En la pila bautismal le impusieron Richard, hijo de Richard Walter Jenkins –minero del carbón en Gales– y de Edith Maude, mujer de casa que educó a sus 13 retoños en la fe presbiteriana. El Burton lo tomó prestado de su mentor Philip H, que descubrió su talento, lo adoptó, le pagó los estudios universitarios y le dio sentido a su vida.

Del padre, en cambio, recibió este consejo: ir a la iglesia y tomar licor. Solo cumplió el segundo y se bebió hasta lo que no estaba escrito. Ir al “pub” a tomar durante horas era muy británico, le gustaba la camaradería con extraños, desafiar a los parroquianos a ver quién tragaba más litros de cerveza, whisky, vodka, oporto o cualquier líquido alcohólico.

Beber era asunto de hombres, como jugar dardos y echarse pulsos; qué más se podía hacer en aquella sociedad de los años 60 y 70 del siglo pasado, en decadencia económica y social, donde los días eran todos iguales y nunca pasaba nada , desde la extinción de los dinosaurios .

Su bebida favorita era la cerveza y cuando se divorció –por primera vez– de Elizabeth Taylor, pasó al vodka y se entregó por completo al vicio. Tomaba diariamente hasta tres botellas y fumaba como un descosido.

Aparte de la Taylor se casó con tres mujeres más: Sybil Williams, Susan Hunt y Sally Hay. Con la primera engendró dos hijas, Kate y Jessica, esta última tenía autismo y fue internada en una clínica. Con Elizabeth adoptó a María.

Aunque lo tuvo todo: fama, talento, trabajo, glamour y a la mujer más linda del mundo; los tormentos, las frustraciones y los excesos lo arrastraron a la tumba el 5 de agosto de 1984. La vida le hizo justicia y lo trató sin piedad.

Ganso salvaje

Nunca se arrepintió de nada, como Edith Piaf. Su vida personal fue carnaza para los periodistas, que se colgaban de las ramas de los árboles, dormían sobre el tejado de su casa y lo atisbaban por la ventana, para airear sus desgracias en los tabloides del día siguiente.

Sentía una frustración enorme hacia su vocación y le parecía “bastante ridículo para una persona de 45 o 50 años tener que aprenderse palabras escritas por otra gente, la mayoría de ellas mediocres, con tal de ganarse algunos dólares”.

En una carta, Burton opinó que la actuación era algo “afeminado y ridículo” para un “verdadero hombre”, y admitía su deseo por dedicarse a escribir.

Pese a ello, disputó el podio actoral con tres gigantes del teatro mundial: Peter O’Toole, Laurence Olivier y John Gielgud. Burton era admirado por su impecable dicción y apabullante control vocal , que aún hoy es imitado por los aspirantes a la actuación .

El cine le visó el pasaporte a la posteridad con su primera actuación en Mi prima Raquel o en la crepuscular 1984, inspirada en la obra homónima de George Orwell sobre un mundo futuro controlado por un Big Brother .

En un arco de 30 años interpretó una gran variedad de personajes: Richard Wagner, Winston Churchill, Enrique VIII o Alejandro Magno. Siempre refunfuñó contra ellos: “Lo malo es que todo el mundo quiere que interprete a un príncipe o un rey... siempre estoy llevando vestidos largos, faldas o algo extraño. Yo no quiero eso, no me gusta. Odio que me maquillen, que me atusen el pelo cada mañana, odio las medias y las botas. Odio todo”.

Su capacidad iba más allá de los papeles históricos en los que lo quisieron encasillar; así lo demostró en Equus, El espía que surgió del frío o en La noche de la iguana , en la cual encarnó a un sacerdote de pasiones fáciles y propenso al licor.

El parteaguas en la carrera y vida de Burton ocurrió en 1961, cuando coincidió en el set de Cleopatra con la diva de los ojos violeta; la mujer por la que suspiró y despotricó durante 20 años, hasta que la muerte los separó.

En el amor y la furia, Sam Kashner y Nancy Schoenberger realizan un recorrido pormenorizado por la relación volcánica de la pareja , que detonó el cándido olimpo amoroso de Hollywood .

La película fue un fracaso monumental, excedió todos los presupuestos, los plazos de filmación colapsaron, los caprichos de la Taylor exasperaron a los productores y en la taquilla los espectadores salían atosigados, tras casi cuatro horas clavados a la butaca.

Pese al desastre, de esos estudios emergió una pasión incendiaria que puso de cabeza a todo el planeta. Esa relación fue lo más parecido a un terremoto, sentenció Rafael Dalmau en Los pecados del cine .

Richard era un galés rudo, con las costumbres de un patán, pero con fama de amante irresistible, ardiente, pendenciero y borracho. Diez años antes había conocido a Elizabeth y le pareció “la mujer más increíblemente independiente, bella, distante, remota e inaccesible que jamás había visto”.

Cuando se encontraron, estalló la conflagración. Sus impúdicas discusiones en público, declaraciones venenosas a la prensa, los pleitos conyugales, las infidelidades mutuas, su divorcio y reconciliación, parecía más bien una telenovela tercermundista.

Liz siempre lo admiró y le profesó un gran amor; era capaz de hacerse a un lado para que él destacara. La actriz aseguró que Richard era el verdadero actor y ella solo la mujer con la que le tocaba salir en la película.

El amor y la furia

El primer día de rodaje el flechazo fue inmediato. Ambos estaban casados, pero en Hollywood eso es solo una anotación al margen.

“No pudimos hacer nada en contra”. Se unieron por primera vez en 1964 y parecían una pareja de ensueño, pero pronto el matrimonio se convirtió en una pesadilla.

Una de las razones, según los biógrafos, fue la envidia de Burton hacia la Taylor, ya que ella había ganado dos Óscar y él ninguno. Los empleados de la pareja relataron las borracheras de los dos, los insultos mutuos y los estallidos de violencia,

“Nuestro amor es tan apasionado, que nos quema” dijo Richard. Liz aseguró : “Éramos como dos imanes, que se atraían irresistiblemente y que a la vez también se repelían sin piedad”. En una ocasión se tragó un cargamento de somníferos para demostrarle que era capaz de morir por él.

Pasaban de los mordiscos a los besos y cuando no montaban sus rutinarias peleas de alcoba, ella decía: “Richard es magnífico en todo el sentido de la palabra… y en todo lo que hace. Es magnífico en el escenario, magnífico en el cine y magnífico haciendo el amor… al menos conmigo”.

El filme Quién teme a Virginia Wolf fue un reality show de su convivencia. Ellos interpretaban a una pareja desavenida que pasan la noche en la casa de unos amigos. Todo el filme están borrachos y agarrados del pirucho, pegándose, diciéndose insultos de los más procaces y soeces, tanto que los espectadores salía del cine convencidos de que así eran en la vida real.

En sus momentos de calma se mimaban como periquitos. Richard era un manirroto: todo era poco para ella. Le regaló dos de los diamantes más grandes del mundo, el Krupp y el Taj-Majal, que le costó un millón de dólares. Para un Día de San Valentín le dio la Perla Peregrina, de 50,6 kilates.

Si bien se divorciaron en 1974, se volvieron a casar un año después y definitivamente se separaron en 1976, la Taylor nunca cometió el error de regresarle a Burton sus regalos, menos aún si se trataba de anillos, tiaras, broches o pendientes, sin contar las pinturas de Monet, Picasso, Van Gogh, Pissarro, Renoir, Degas y Rembrandt.

La actriz reveló a Vanity Fair que, tres días antes de la muerte del actor, a causa de una hemorragia cerebral, recibió una carta, pero la guardó en la mesilla de noche y la abrió cuando regresó del funeral.

En la nota Richard le pedía una nueva oportunidad, admitía que solo fue feliz cuando vivió con ella y por eso quería “volver a casa”. “El día que murió yo estaba aún locamente enamorada de él”, aunque Burton estaba casado.

Cerca del final de su vida, a los 58 años, Richard vio la luz y reconoció : “En el fondo nunca nos hemos separado. Y supongo que nunca lo haremos”.

Richard Burton y Elizabeth Taylor se amaron hasta cuando se odiaron; demostraron que si uno sigue su pasión y sigue a su corazón, todo lo que necesita siempre llegará.