Página Negra Olivia de Havilland: El lado oscuro del corazón

Muchos la recuerdan por su enconada rivalidad con su hermana Joan Fontaine, alimentada por décadas con puyas y frases hirientes que desembocaron en un odio visceral entre ellas. (Lea la ‘Página Negra’ de Joan el próximo domingo 25)

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Tal vez la quiso mucho… tal vez la quiso poco, o quizá se quisieron mucho las dos. Envidias, peleas, filazos, silencios…con los años el odio pudo más que el amor fraternal.

Se dio el lujo de ver morir a todas las estrellas que una vez le hicieron sombra o la precedieron, incluida su hermana Joan Fontaine, con quien mantuvo una enemistad que ni la muerte pudo limar.

Además de sus notables papeles estelares, Olivia de Havilland protagonizó una sorda lucha contra Joan que empezó desde la niñez, siguió en el cine, continuó en los amoríos y en los premios, y tal vez, proseguirá en el más allá.

Olivia era el trapito de dominguear de su madre Lillian Fontaine; cuando comenzó a descollar en Hollywood le prohibió a la otra hija utilizar el apellido paterno “de Havilland”, para que solo Olivia pudiera lucirlo. Por eso Joan tomó prestado el de su aborrecible padrastro.

Con los años se abrió entre ellas un desfiladero que cada una –a su manera– llenó de intrigas y desprecios, acicateadas tal vez por los mercaderes de imagen de la ciudad de los sueños de cristal.

A los 98 años es la sobreviviente más famosa de Lo que el viento se llevó , memorable película que cumplirá 75 de haberse estrenado, el 15 de diciembre de 1939.

En principio le ofrecieron a Joan el papel de Melanie Hamilton, pero esta creyó que la cinta sería un fracaso y –en un arranque de generosidad– masculló al oído del director David O.Selznick: “Si quieren alguien para hacer de tonta, llamen a mi hermana”.

Olivia fue la dulce Melanie, esposa de Ashley Wilkes –el amor imposible de la caprichosa Scarlett O’Hara–, pero es más conocida por los cinéfilos por ser la ingenua damisela en apuros que siempre rescataba Errol Flynn, en alguna de las tantas aventuras que juntos corrieron en la gran pantalla.

Los dos detonaron las boleterías con cintas como El capitán Blood , Robin de los bosques , La carga de la brigada ligera o Dodge City, ciudad sin ley .

Esas fueron sus primeras grabaciones, a raíz de un leonino contrato de siete años que los negreros de la Warner Brothers le habían concedido, tras la recomendación del director Max Reinhardt. Este la vio actuar en la obra colegial El sueño de una noche de verano y le endosó el papel de Hermia, en lo que fue su primera cinta seria con apenas 19 años.

Por aquellos felices días ella vivía y estudiaba en California. Ahí llegó con su hermana, tras el divorcio de sus padres. Las dos habían nacido en Japón, donde Walter de Havilland montó una prestigiosa oficina de abogados.

La madre había actuado en varias películas y se trasladó a Los Ángeles con la esperanza de que las niñas culminaran sus frustrados sueños. Primero encontró un nuevo marido, George Milan Fontaine; después sometió a las chiquillas a una disciplina espartana y las obligaba a recitar las obras de Shakespeare como postre. Si pronunciaban mal el inglés, les daba un buen coscorrón.

También solía llevar a las niñas a las pruebas actorales; las azuzaba para que compitieran entre sí por los mismos papeles, si bien le echaba la manita a Livvie, apodo familiar de Olivia.

Las puyas maternas incubaron un resentimiento mutuo; Joan era 15 meses menor que Olivia –nacida en 1916– y muy enfermiza. “Siento no recordar ni un solo acto de dulzura por su parte, a lo largo de toda mi infancia” le reclamó en una ocasión a Livvie. Solo coincidían en un aspecto: el odio al padrastro.

Como ella sola

Los esclavistas de Hollywood encasillaron a de Havilland en roles de jovencita “culindinga”, babosa, con cara de estreñimiento y perfecta maniquí educada para sonreír a los hombres y servirles la comidita; solo le faltaba mover la cola y jadear.

Pero Olivia era una mula testaruda. Consciente de su valor como intérprete, con el apoyo de otros profesionales decidió patearles el trasero a los hermanos Warner. Exigió papeles con más carne dramática y rechazó los de jovencita bobalicona. Se enfrentó al “star system” y les apretó las bolas a los productores, cansada de que Bette Davies se llevara siempre la parte del león.

Los estudios cinematográficos trataban a los actores como muertos de hambre; todo el que osaba rebelarse era despeñado a trompicones del Olimpo del celuloide y quien rechazaba un contrato era condenado a las galeras, al ostracismo y a pedir limosna en las calles L.A.

Pero como hija de tigre sale pintada, Olivia heredó los arrestos jurídicos de su padre e invocó la Ley Antipeonaje, de 1867, que prohibía a los patronos reducir a los trabajadores a la servidumbre.

En represalia la congelaron seis meses y la amenazaron con extender su contrato sin salario, para compensar el tiempo perdido. Los tribunales le dieron la razón a la actriz y establecieron que los pactos artísticos no podían superar los siete años de duración. Este fallo se conoció como la Ley de Havilland y fue un tiro en la frente a los barones del cine.

El fallo benefició a estrellas como Clark Gable, Jimmy Stewart, Glenn Ford, Henry Fonda y muchos actores que cumplían con el servicio militar; cuando regresaron a Hollywood renegociaron los contratos con cláusulas más ventajosas.

“Todos en Hollywood creían que perdería, pero yo estaba segura de ganar. Había leído la ley y sabía que lo que hacían los estudios estaba mal”, comentó Olivia a la prensa.

Tres años después volvió a los escenarios con A través del espejo y La vida íntima de Julia Norris , que le deparó su primer Óscar a la Mejor Actriz; el segundo lo obtendría por La heredera , un drama romántico ambientado en el siglo XIX donde interpreta a una joven, aprisionada entre un despótico padre y un atractivo pretendiente (Montgomery Clift).

Envalentonada por el triunfo despreció el papel de Blanche DuBois, en Un tranvía llamado deseo , por que –según ella– una dama no decía palabrotas en la pantalla. Se mordió la lengua tras el éxito sin precedentes del filme.

A partir de los años 50 mermó su presencia en el cine; emigró al teatro y de ahí a la televisión, con buen suceso.

Por ahora vive recluida en su casa de París y de vez en cuando se deja ver en actividades públicas; una de ellas en el 2003 en la entrega de los Óscar; otra al recibir en el 2010 la Legión de Honor en Francia; y en el 2011 en la presentación de Recuerdo mejor cuando pinto , una película sobre el tratamiento del Alzheimer.

En su discurso, con ocasión del 75 aniversario de los Óscar aludió a su primera estatuilla: “Esta noche es memorable para mí, como lo fue aquella de hace 53 años. Mucho ha cambiado el mundo desde entonces. Pero lo que no ha cambiado es nuestro amor por el cine y su capacidad para inspirarnos y para ayudarnos en tiempos difíciles…”.

A mordiscos

Si Olivia y Joan eran como Caín y Abel, en versión femenina, la disputa subió de tono cuando el amor irrumpió entre las dos. Al primer marido de Joan, el actor Brian Aherne, Livvie le daba de comer en la mano.

“Brian Aherne fue mi novio antes que su marido... Todo lo que yo conseguía tenía que quererlo ella” arguyó Olivia.

Las serpientes periodísticas dijeron que la noche antes de su boda el pretendiente de la Havilland –el archimillonario Howard Hughes– le echó los perros a la Fontaine y hasta le pidió matrimonio.

Aunque las dos estaban muy guapas, Olivia siempre se consideró la más bella y en la escuela escribió un testamento donde “le lego toda mi belleza a mi hermana Joan, pues ella no tiene ninguna”.

Esa y otras puerilidades construyeron una muralla china entre las dos, que en la adultez se volvió un océano: una vivía en California y la otra en París.

Ahí se instaló de Havilland a los 39 años cuando se casó, por segunda vez, con Pierre Galante. Este hizo honor a su apellido y la persiguió por media Europa hasta que se la echó al saco y se instalaron en París, con el pequeño Benjamin fruto de su anterior matrimonio con el escritor Marcus Goodrich.

Esa separación soltó la lengua bífida de Joan y Olivia se resintió al “leer en la prensa a Joan hablando pestes de mi marido, Marcus Goodrich, poco después de mi divorcio. No tenía por que hacerlo. Fue para hacerme daño y lo sabía”. Ella la seguía pisándole los talones, acechándola y regando bilis a su alrededor.

Con Galante procreó a Gisele; aunque la relación se acabó ella conservó una excelente amistad y lo cuidó personalmente hasta su muerte.

A punto de cumplir 98 años le da los últimos retoques a su autobiografía; tal vez revele más detalles de su enemistad con Joan o prefiera ignorarla, como lo hizo durante 50 años. De todos modos, la otra cara del amor es la indiferencia.