Página Negra: Muhammad Ali, el campeón de la gente

Actor principal en las transformaciones sociales del siglo XX, impuso su conciencia a las órdenes y pagó el precio de ser un hombre libre.

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Prosista del ring . Luchó contra un cocodrilo y una ballena, atrapó relámpagos, asesinó a una roca, hospitalizó a un ladrillo y era tan malo que hizo enfermar a la medicina.

Se dio de trancazos, no con los mejores sino con los más grandes que existieron, desde que el marqués de Queensbarry redactó las reglas del boxeo en 1865. Solo de pronunciarlos el alma se congela: Sonny Liston, Joe Frazier, George Foreman, Ringo Bonavena, Floyd Patterson, Ken Norton y Leon Spinks.

Era tan rápido, que apagaba la luz y se metía a la cama antes de que el cuarto quedara a oscuras.

Negro engreído, saleroso, bravucón, su fuerza no radicaba en sus puños fulminantes, ni en sus pétreos músculos, sino en aquella bocota enooorme, que lanzaba truenos contra sus rivales y los pulverizaba antes de cruzar manasos en el cuadrilátero.

Cuando se es tan grandioso como Muhammad Ali es muy difícil ser humilde. Estaba hecho de algo inmaterial, era un sueño, un deseo, una visión. Quería vivir 100 años, pero solo llegó a 74 porque el 3 de junio pasado ya no pudo salir de la esquina en Phoenix –Arizona–, y perdió la única pelea que vale la pena ganar: la de la vida.

Durante 30 años intercambió golpes en la sombra contra el mal de Parkinson, producto de una degeneración neuronal latente, acrecentada por los múltiples golpes recibidos en la cabeza; dicen que 29.000.

Hasta el 26 de febrero de 1964 –un día después de triturar a Sonny Liston y ganar el Campeonato Mundial de Peso Pesado– fue Cassius Clay; cambió a Cassius X y después a Muhammad Ali, “el amado de Dios” y el nombre de un hombre libre.

Así lo llamó Elijah Muhammad cuando lo aceptó en la Nación del Islam, una agrupación religiosa y sociopolítica –fundada en 1930 en Estados Unidos– para resucitar la conciencia espiritual, mental, social y económica de los negros al amparo de los preceptos musulmanes.

A partir de ese día encarnó un nuevo tipo de héroe: bailarín, poeta y político. Le entró a puñetazos al racismo, a la discriminación y tumbó varias veces el establishment de los mandamases blancos, que dividía a los negros en dos estereotipos, el “Bad nigger”, violento y roñoso, y el “Uncle Tom”, respetuoso del orden establecido.

Ali no fue ni uno ni otro, se inventó una clasificación propia en la cual solo había dos tipos de hombre: los que dicen la verdad y los que mienten. Fue así como se planteó ser un negro diferente y hacérselo ver a todo el mundo.

En 1966 lo reclutaron para la Guerra de Vietnam; se enfrentó al gobierno y alegó objeción de conciencia. Lo condenaron a pagar una multa de $10 mil y a cinco años en prisión, pero salió libre bajo fianza.

Le suspendieron la licencia para boxear, le incautaron el pasaporte; por tres años no pudo subirse a un ring y perdió casi $5 millones por las peleas que no disputó.

Ni así le pudieron ganar, porque quienes soñaron con eso, apenas despertaron le pidieron perdón.

Campanazo final

Coraje. Eso fue lo que vio el policía Joe Elsby Martin –una mañana lluviosa de 1954 en Louisville, Kentucy,– en los ojos llorosos de aquel mocoso flacucho y espigado, a quien un rapaz le robó la bicicleta roja, que su padre le regaló en Navidad.

“Me llamo Cassius Clay” vociferó, y si lo agarro lo mato. “Mejor aprende a boxear”, espetó el gendarme. El niño tomó por receta aquel consejo y se matriculó en el Gimnasio Columbia; en la primera pelea quedó como un camote.

Aprendió a levantarse de la lona y comenzó una carrera vertiginosa. A los 14 años fue campeón novato estatal y de ahí hasta la medalla de oro, en la Olimpíada de Roma –en 1960–.

Tras su debut profesional contra Sonny Banks, en 1960, conoció a Angelo Dundee, el entrenador que pulió su poco ortodoxo estilo: cimbrear la cintura, bailar ante el oponente, guardia baja, mente rápida, potente derecha y un brutal gancho de izquierda.

Aprendió a esquivar los golpes con elegancia, porque de niño su hermano Rudy le tiraba piedras y Ali se las capeaba una a una. Desarrolló sus reflejos atrapando moscas en el aire y tomaba una pócima asquerosa: un brebaje con ajos y dos huevos crudos mezclados con leche.

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Su padre Cassius Marcellus Clay era pintor de rótulos, mujeriego, bailarín, actor, cantante y un borracho agresor. Se desquitaba con su mujer, Odessa Grady, una afable ama de casa a quien el niño adoraba y respetaba.

El futuro “champion” nació en Louisville, el 17 de enero de 1942; creció en uno de los guetos donde los negros estaban confinados por los blancos, impedidos de verlos a los ojos y hasta de respirar el mismo aire.

La sociedad fue el ring de Muhammad Ali; allí batalló contra las políticas segregacionistas, defendió las causas sociales y humanitarias; atrajo la atención de los que admiran para ser admirados, sin dejar de ser el campeón de la gente y considerar el boxeo un trabajo.

Se casó cuatro veces, crió a ocho hijos y a una tribu de aprovechados, que al final de sus días la emprendieron contra su mujer Yolanda Williams, con el afán de mordisquear aunque fuera un trozo de la fortuna de este mito.

De aquel hombre vivaz, chistoso, ágil solo quedó un viejo negro encorvado, con el brazo izquierdo tembleque, incapaz de amarrarse los zapatillas, cepillarse los dientes o ir solo al baño.

Ya no era una mariposa, ni una avispa, menos el más guapo; pero todavía: ¡El mundo calla, cuando Ali habla!