Página Negra Madame Claude: La casa de los mil placeres

Regentó una red de prostitutas de lujo; sus clientes le confiaron secretos de estado que le garantizaron impunidad absoluta en sus operaciones.

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Comida y sexo. Las dos maneras de satisfacer a un hombre. Como no sabía cocinar escogió la cama, en lugar de la estufa. Elevó a categoría de arte el más viejo de los oficios, que ejerció por dos razones: plata o amor.

Moderna Celestina lideró un batallón de cortesanas armada de un teléfono y dos libretas; en una registraba a sus casquivanas y en otra la exclusiva lista de clientes, con nombres y fantasías que le darían hipo hasta el mismísimo Príapo.

Más exigente que la Légion Étrangère, sus reclutas debían brillar en tres pruebas: belleza, inteligencia y sensualidad. De 20 aspirantes solo una merecía ingresar al selecto círculo de bacantes, encargadas de entretener con sus galanterías a estadistas de fuste, aristócratas seculares, industriales lascivos, banqueros lujuriosos y celebridades insaciables.

Habría que remitirse al siglo XVIII, con Madame de Pompadour –amante del rey Luis XV– o más aún al siglo XV con Agnes Sorel, querida oficial del monarca galo Carlos VII, para encontrar algo semejante a la empresa que regentó la meretriz más famosa de Europa.

Entre sedas, tafetanes, negligés y susurros Madame Claude entendió que el negocio de las damas de compañía no estaba en el placer, sino en el poder. Ella creó un mundo de cortesía, lujo y voluptuosidad para aflojar la lengua de ricos y poderosos y acumular secretos que la blindaron durante 60 años.

Con las confidencias recopiladas por sus pupilas pagó la protección de la brigada antiproxenetismo y el servicio de contraespionanje francés; su red de prostitución sacudió los cimientos de la República Francesa, en los años 60 y 70 del siglo XX.

En el hotel parisino de la 32 rue de Boulainvilliers, sus muchachas saciaron a clientes como el Sha de Persia, John F. Kennedy, Gianni Agnelli, Georges Pompidou, Marc Chagall y otros nombres que se llevó a la tumba el 19 de diciembre del 2015, cuando murió –a los 92 años– en la más absoluta impunidad.

Ni en broma aceptó que la llamaran proxeneta, patrona, alcahueta o “lena”, el nombre vulgar que endosaban, en la antigua Roma, a las dueñas de los lupanares en las riberas del Río Tíber.

Al contrario, Madame Claude era una buena amiga, cuyo trabajo consistía en conectar hombres y mujeres por la modesta cuota de $1,500 por noche, de los cuales ella obtenía la simbólica comisión del 30 por ciento, como muestra de gratitud por tan invaluables servicios.

Solo el presidente Valéry Giscard d’Estaing amenazó aquel imperio de arrumacos y quejidos. Este nuevo Robespierre cerró, en 1974, las Maisons Closes –casas de tolerancia– y persiguió a las callejeras.

Acusada de birlar 11 millones de francos al fisco, Madame Claude se exilió en Estados Unidos y ahí montó su plataforma para regresar, en los años 80, e instalar un negocio de “call girls”, innovación capitalista que introdujo en la digna Francia.

Gata vieja

Siempre caía parada. Pese a las envidias M. Claude mantuvo a flote su emporio de lujuria, gracias al secreto de los salones mundano-literarios del Siglo de las Luces: la buena conversación.

Ella escogía a sus “cisnes”, como solía llamarlas, entre actrices y modelos fracasadas; altas, blancas, de buen porte y mejor educación. Para afinarlas pasaban por el cirujano estético, recibían cursos de nivelación cultural, ropa de marca, accesorios de lujo y quedaban de punta en blanco listas para la corrida.

Madame Claude capitaneó una multinacional con 500 mujeres venidas del Reino Unido, Italia, Suiza, España, Escandinavia y Francia; una que otra logró conseguir un buen marido, terminar los estudios, una pensión dorada o un título nobiliario.

El negocio de la prostitución genera al año, en el mundo, $108 mil millones sin contar los $32 mil millones producidos por el tráfico de personas, casi siempre para ser esclavas sexuales.

La vida de M. Claude tenía dos caras: la maquillada y la de sin bañar. La primera la retrató en su biografía Madame . Nació como Fernande Grudet, en 1923 en Angers. La criaron en un ambiente burgués; el padre integró la Resistencia y lo mataron los nazis. Ella dio con sus huesos en el temible campo de concentración de Ravenbrüsck, de donde huyó para tejer su leyenda.

En la real el padre fue un obrero que murió de cáncer de laringe; nunca la deportaron ni padeció los rigores de la guerra. Se enamoró de un pelagatos y quedó preñada.

Llegó a París sin un franco y trabajó en lo que pudo, hasta vendió Biblias. Unos amigos le encomendaron atender un restaurante; en realidad era la fachada de un prostíbulo y así empezó la madame.

Embelleció un negocio sucio, fue un éxito inmoral y aunque vivió del sexo este no fue su obsesión, sino la plata.

El periodista Dany Jucaud dijo que la patrona: “era viciosa, reducía el mundo entero a hombres ricos queriendo sexo y mujeres pobres queriendo dinero”.

Un juez la condenó a seis meses de prisión y pagó una multa de un millón de francos, gracias a una entrevista en la televisión.

De sus muchas cuentas bancarias, autos, joyas, casas de veraneo, apartamentos de ensueño y un hotel en Haití solo le quedó una modesta pensión. Pasaron “le jour de gloire”. Murió en Niza.

Con sus sonrisas verticales las muchachas de Madame Claude trazaron un arcoiris en las tristes vidas de políticos, financieros y nobles, convirtiendo –según ella– el oficio más viejo del mundo, en un vicio bonito.