Página Negra Lady Di: Una vela en el viento

Creyó tocar el cielo cuando se casó con el heredero a la corona de Inglaterra, pero sus traumas infantiles, su rebeldía juvenil y un marido infiel amargaron sus días y murió como vivió: rodeada de paparazis.

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Hace ya mucho, pero mucho tiempo, en un país muy, muy lejano vivió una doncella y un príncipe pusilánime, eterno aspirante a rey –que como Midas– tenía las orejas muuuy pero muuuy largas.

Y como el matrimonio es la única aventura que se le ofrece al cobarde, este noble, más feo que Picio, pero heredero directo al trono de Inglaterra , se llevó entre las patas a la humilde jovencita, cuyo sueño más preciado era ser bailarina y acabó como gallina en un baile de zorros.

Si el amable lector excluye de esta historia el boato, la pompa, los carruajes dorados, los palafreneros, los palacios, los pajes, las tardes de té con el dedito meñique levantado, solo le quedará un mercado de lágrimas lleno de traiciones, amantes entre encajes, intriguillas de viejas beatas y un cadáver debajo de un puente.

La víctima fue la princesa, devenida a simple mortal tras el fallido matrimonio con el maridejo más soso de la realeza, y un agazapado de tomo y lomo.

Vale aclarar que la nobleza presume de sus seculares y expeditos métodos para deshacerse de quienes osan atravesarse en sus aristocráticos caminos, entre los que se cuentan descuartizar amantes, abrir en canal a cornudos sorprendidos in situ , emparedar rivales y hacer con sus vidas lo que se les pega la real gana.

Ante esas historias que sonrojarían a una gata callejera, la de Diana Frances Spencer –archiconocida como Lady Di– bien podría ser un cuento de hadas pero al revés, con un final de pesadilla; en este caso, entre los hierros retorcidos de un auto estampado contra una de las columnas del Túnel d’Alma, en la margen norte del río Sena, en París, la ciudad de la luz eterna, a la medianoche del 31 de agosto de 1997.

Desde ese día los buitres de la prensa emborronan cuartillas y mojan sus plumas en la sangre de Diana, que de haber sido la diosa griega, los habría mandado a devorar por sus perros, como al voyeurista de Acteón.

La princesa alcanzó la inmortalidad rosa de la peor forma, o de la mejor según otros, pues murió a los 36 años. Dejó dos huerfanitos, un viudo inconsolable –¡ya te creo!– unos suegros frígidos y al mundo pasmado.

Lo cierto es que esa noche una jauría de paparazzi –una especie infrahumana capaz de sorber excrementos con pajilla, a cambio de una foto– persiguió el auto donde viajaba Diana con su amante de ocasión. En la carrera colisionó contra una de las bases del ya famoso puente, y quedó como un acordeón.

Apenas 30 segundos después del impacto el médico Frédéric Mailliez apartó una nube de fotógrafos, que revoloteaba sobre los cuerpos para obtener el mejor ángulo de los cadáveres. El galeno intentó lo imposible; “se veía hermosa” –dijo a la BBC– sin saber que la princesa tenía el corazón y los pulmones estallados.

Santa o embustera

Aunque no fregó pisos, ni deshollinó chimeneas, la pobre Diana era casi una cenicienta; si bien los chismosos de la farándula dirían, años después, que en lugar de tener siete enanitos como Blanca Nieves, tuvo siete amantes.

En el libro Crónicas de Diana , de Tina Brown, se revelan los entresijos amorosos de la “Princesa del pueblo”; incluye sus infidelidades, el amanecer erótico en el unicornio del Mayor James Hewitt, a quien los bocones chupatintas le atribuyeron falsamente la paternidad del príncipe Harry.

Parece que Diana “comía de a’callao” y detrás de su cara lánguida, de santa en ayunas tenía una lista de “favoritos”. Para dejarse de circunloquios el primero fue Barry Mannakee, para variar guardaespaldas; Hewitt; James Gilbey, millonario productor de ginebra; Oliver Hoare, marchante; Will Carling, jugador de rugby; Hasnat Khan, cirujano y Dodi Al Fayed, un “rapidín” veraniego, que solo sirvió para morir con ella.

Tampoco hay que restarle mérito al impávido del Príncipe Carlos, porque según la versión de Brown estaba muy enamorado de Diana y –¡por San Jorge!– la poseyó antes de casarse, al compás del “chaca-chaca-ca”, es decir, en el vagón de un tren.

De manera que nadie sabe cómo la aspirante a consorte real logró pasar la prueba de virginidad, condición sine qua non, para ser la futura fábrica de herederos al trono. Ese requisito era como saltar con garrocha… pero sin garrocha.

La costumbre pretendía garantizar la pureza del linaje y sobre todo su legitimidad, pero con el tiempo se convirtió en un rito deleznable. En el siglo XVI había una receta infalible para saber si la novia aún era “mujer cerrada”, como expresó Raimundo de Penyafort.

La receta consistía en dejar tres noches seguidas, a la luz de la luna, un vaso con agua; al cuarto día se metía en el líquido una liga o cordón del corpiño de la interfecta; si este se iba al fondo –según las leyes de la hidraúlica– la fulana no era virgen. Pero las mujeres siempre han tenido muchos recursos y algunas solían colocar a las ligas pedacitos de madera, o bien las hacían de algodón, de manera que ¡flotaran!

Al parecer la conducta ambivalente de Diana, no solo en el amor, sino en todas sus fases depresivas obedecían a un trastorno conocido como personalidad fronteriza, explicado por la periodista Bedell Smith en In Search of Herself .

Los traumas infantiles, a raíz del abandono materno, y la falta de una adecuada atención psicológica propiciaron en ella los arrebatos de celos, ataques de llanto, inseguridad emocional, narcisismo y necesidad de llamar la atención.

Bedell abunda en más datos y asegura que Diana un día amanecía histérica con las serpientes de la prensa; en otro, los buscaba para despotricar por las infidelidades del Príncipe Carlos. Odió con las entrañas a Sarah Ferguson y sentenció a sus criados para que nunca, en su real presencia, pronunciaran el apodo Fergie.

Su relación con Dodi fue para vengarse de Khan por haberla tirado en la cuneta. Diana y Al Fayed era un par de inmaduros, inestables, románticos, solitarios y que se tiraban de las greñas por un “quitame esa paja del ojo”.

Pero si Diana estaba para el asilo, más aún Carlos que en un arrebato de pasión con su amante, y actual esposa, Camila Parker Bowles llegó a decirle: “Quisiera ser tu tampax”, de acuerdo con una grabación secreta divulgada en los años 90.

Ni Platón, ni Maquiavelo, ni el cardenal Julio Mazarino, ni ningún tratadista formuló semejante propuesta, si bien un político debería ser como un tampax: discreto, limpio, absorbente y práctico.

Señora de las islas

Diana era una plebeya. Su padre fue conde de Spencer y de Frances Roche, solo título y nada de pasta. John, su nombre vulgar, se casó con Francis Ruth Burcke y la futura princesa nació el 1 de julio de 1961. Sarah, Jane, John y Charles completaban la familia.

John se portó como un lechuguino y se divorció de Frances; la madre y sus crías tuvieron que irse a vivir a un pequeño apartamento londinense, donde pasaron dificultades.

El padre logró quitarle los hijos gracias al testimonio de la propia abuela de Diana, Lady Fermoy; a partir de ahí deambuló de un lugar a otro; ni para el gasto sirvió como estudiante y vivió con el sueño de ser bailarina.

A los 16 años conoció al insípido de Carlos y sin querer le ganó el pulso a su hermana Sarah; un año después vivía sola en un departamento y comenzaron los preparativos para presentarla en sociedad con el fin de arreglar los términos contractuales de la boda, que solo era un negocio para conservar las patéticas tradiciones de una monarquía maloliente a naftalina.

La pesadilla comenzó la misma noche de bodas. El flemático Carlos dejó a la jovencita tirada en la cama y se puso a hablar por teléfono con su adorada Camila, a la cual sí amaba, pero como era católica le caía gorda a la Reina Isabel. Otro detalle insignificante era que estaba casada, pero, ¡bueno! no hay que ser más papistas que el Papa.

Diana apechugó y se hizo –sin mucho esfuerzo– la loca. De cara a los periodistas eran un modelo conyugal, dentro del palacio pasaban agarrados del pirucho; tal como lo revelaron los indiscretos criados y el infaltable mayordomo bocón.

Toda la rebeldía acumulada en su niñez y juventud explotó; comenzó a patear todos los augustos traseros y trajo de vuelta y media a la acartonada familia real, que no entendía como esta advenediza se metía a bares de homosexuales con Freddy Mercury, gastaba dinerales en ropa, zapatos y peluquero o tenía amistades tan ¡uuff! Como Nelson Mandela y la Madre Teresa de Calcuta.

Carlos vivía bajo el zapato de su omnipotente madre; se sacaba las ganas con Camila; medio soportaba a Diana y todo eso colapsó en 1996 con el divorcio más escandaloso desde los tiempos de Enrique VIII y sus seis esposas, algunas de las cuales pasaron por las manos del verdugo.

Un año antes la Princesa aceptó una entrevista en televisión y se desparramó sin asco; contó que había sido bulímica, que se cortaba el cuerpo y que la trataban como a una apestada.

De ahí en adelante naufragó en una vida borrascosa; fiestas, queridos, berrinches, socorrió a los desheredados de la tierra –previa pose ante las cámaras– y defendió causas perdidas.

Diana nunca entendió que ser su Alteza Real la Princesa de Gales no era un título, sino un oficio.