Página Negra Daniel Santos: Vengo a decirle adiós…a los muchachos

El Inquieto Anacobero fue una de las voces privilegiadas que, inspirado en una vida licenciosa, animó durante casi medio siglo los bailongos, las pachangas, los bares y lupanares del continente americano.

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Bohemio y caballero. Héroe y villano de mil batallas. Vivió de barra en barra y de trago en trago. Tenía altares en todas las cantinas de mala muerte. Su existencia fue una letanía de licor, furcias, reyertas, canciones, juergas y cárcel.

Dondequiera que celebraban una boda, un cumpleaños, una parranda o alguien lamentaba un amor perdido, en el aire sonaban los boleros, las guarachas, los mambos y los sones de El Jefe .

Aquel flacucho de espeso bigote negro, que estrujaba con su nariz las frases, llegó a ser el rey de los obreros, los negros, los desempleados, los matones, las amas de casa y las putas.

Como salido de su propia imaginación, Daniel Doroteo Santos fue un perro callejero, acostumbrado a las patadas, a los maltratos, a mendigar la pianza desde que se sostuvo en pie, cuando vino al mundo el 5 de febrero de 1916, en Santurce, Puerto Rico.

¡Qué diablos! Nació pobre y se le pegaron todas las pulgas. Conoció la miseria en los barrios marginales y bebió en todas las cantinas con todos los borrachos del continente, para aprender el lenguaje de los matones, las pelanduscas y los contrabandistas.

Amigo de la “gandinga”, las cartas, el billar y las maromas, una vez le clavaron un puñal en las costillas por ganar con chanchullo 56 dólares en el dominó. Casi se fue p’al otro lao, pasó 35 días hospitalizado y tardó un año más en volver a caminar con muletas y bastón.

Antes de ser famoso “sobreviví robando, haciendo trampas, vendiendo licor, haciendo de chulo y todas esas moñas” confesó Daniel a unos de sus biógrafos, Josean Ramos.

Tal vez todos esos cuentos se los inventó en una guarera, pero al menos la historia oficial indica que Santos fue el hijo de María Betancur, una costurera, y de don Rosendo de los Santos, de oficio carpintero.

En el barrio de Santurce, entre los rieles de un ferrocarril cercano, el futuro cantante pasó su niñez.

Junto a él sus tres hermanas: Sarita, Rosalilia y Lucy.

Daniel era un niño despabilado. La maestra Ana le enseñó las primeras letras en la escuelita de la Calle del Aguacate y a los siete años fue al primer grado, solo que a los diez abandonó el pupitre, para trabajar como limpiabotas, vendedor de huevos y aguacates.

El padre se fue a Nueva York a buscar mejor vida, encontró empleo en una fábrica de autos y unos años después se trajo a la familia. Pero, en 1929, con la Gran Depresión, la pobreza volvió a cebarse con ellos.

Santos ya era un jovencito de 14 años y con tal de no ser una carga se fue de la casa; en Brooklyn se unió a una pandilla de pícaros, como en las novelas de Charles Dickens.

A punta de vender hielo, periódicos, carbón y meter mano, en una que otra billetera ajena, logró pagar un cuartucho de tres dólares semanales. Con 15 años trabajó para una empresa encargada de limpiar cloacas, barrer las calles y recolectar todas las porquerías en los albañales neoyorquinos.

En las noches daba rienda suelta a su vida bohemia y borrascosa, aferrado a una Esperanza inútil : “si ves que me engaño, por que no te mueres, porque no te mueres, en mi corazón”.

El Tibiri Tabara

Como Arquímides halló en la bañera su famoso principio de la hidráulica, así fue descubierto Daniel Santos. Un día, bien enjabonado, cantaba Me quieres de María Grever. Del otro lado de la pared lo escuchó uno de los integrantes del Trío Lírico y le propuso cantar con ellos en bautizos, bailes, tomatingas y donde les echaran unos pesos.

Debutó con 14 años y le pagaron un dólar, gracias a su éxito le subieron medio más. A los 22 era la estrella del cabaret Los chilenos y ganaba la astronómica suma de diez dólares y todo el vino que pudiera tomar.

Nada hacía presagiar que Daniel saldría del hoyo. Gritaba en vez de cantar y eran tan malo que solo le alcanzaba el sueldillo para los tragos, la comida y medio vivir en las calles frías de la ciudad de los rascacielos.

De ahí pasó al Cuban Casino y por $17 semanales cantaba con las dos orquestas de planta; además era maestro de ceremonias, dirigía el show y si faltaba un camarero servía el licor y las viandas.

Fue por esos días que conoció a Pedro Flores, su mentor. Este lo educó y con 23 años grabó ¿Qué te pasa? Como nunca es tarde, si la dicha es buena, al fin la suerte le sonrió y editó muchas de sus piezas más conocidas: Perdón ; La número cien ; Prisionero del Mar y la recontraconocida Despedida , que fue un himno antibélico, en plena Segunda Guerra Mundial. Le fue tan bien, tan requetebién que le pagaron $9.

Cuando mejor le iba, en el Waldof Astoria ganaba $85 semanales, lo enrolaron en el ejército y lo enviaron al Pacífico a matar japoneses. Solo que Daniel era capaz de todo menos de adaptarse a la disciplina castrense.

Apenas tocó tierra, en alguna isla nipona, desertó y duró 13 días de juerga con media docena de mujeres. En Osaka, aseguran, la madame de un burdel proveía de meretrices al ejército; Santos mantenía a una de ellas con comida y objetos robados del regimiento. Por los pelos se salvó de un consejo de guerra y del pelotón de fusilamiento.

Por dicha regresó a Nueva York en 1946 y lo contrató la RHC Cadena Azul, y compartió micrófono con las mas respetadas estrellas musicales del momento.

En una de esas transmisiones el locutor Luis Villarder lo presentó, por error, como el Inquieto Anacobero y así se quedó para siempre; la palabra provenía de una voz africana que significa diablillo.

Con los años vino la gloria; cantó con la Sonora Matancera; inspiró más de 400 canciones con su azarosa vida.

Toda la plata que ganó se la pasó por el gaznate y la jareta. Amó y fue amado: “Y se que estás mintiendo, porque se que me quieres, me lo han dicho tus ojos y tus labios también”.

En el juego de la vida

Borracho, pendenciero, mujeriego y jugador. A los 20 años acabó con sus huesos en una prisión neoyorquina acusado de estupro, ¡no estúpido!, y si bien lo condenaron a tres años, quedó libre por un tecnicismo.

En la mayoría de los casos fue cliente del penal a causa de sus problemas con las mujeres; en Puerto Rico una intentó rajarle la cara con un pico de botella. En Cuba, le partió la cara a otra y fue gracias a sus amistades políticas que salió de la cárcel, donde debía purgar una pena de dos años.

Sus exégetas dicen que entre las rejas escribió las canciones El preso y Amnistía , que le granjeó la amistad del resto de los reclusos.

Entró y salió varias veces de los cuarteles de Guayaquil, en una de esas tras un zafarrancho por negarse a cantar en un bar, y el público destrozó el sitio.

Era un temerario y se enfrentó a tres de los dictadores más temidos de la región: Anastasio Somoza, Rafael Trujillo y Fulgencio Batista. Con este último no fue poca la cosa, ya que compuso una canción para Fidel Castro y sus revolucionarios.

También fue amigote del general Omar Torrijos –en Panamá–, quien le pagaba especialmente para que le cantara Virgen de Medianoche , su tema favorito.

El Inquieto Anacobero tenía un carácter de los once mil diablos, chusco, soez, fanfarrón y antipático para más señas. Los hombres lo admiraban y las mujeres lo adoraban. En cantinas, clubes nocturnos y prostíbulos era recibido como si fuera el “Divino Niño” y afirmaba: “Es mi gente, nunca me harán daño”.

En Venezuela vivió en La Casa de La Gata, una afamada hostería de placer, desde donde atendía sus compromisos, tenía a su disposición un harem y apenas daba abasto con todas.

Llegó a tener cinco amantes a la vez y estas lo mantenían. En algunas ocasiones les daba sus buenas palizas y las chuleaba. ¡Qué tal que hubiera sido guapo!

Más que un hombre era un garañón. Le atribuyeron 12 matrimonios, igual cantidad de hijos legítimos y un batallón de bastardos. Reseñar sus amoríos sería como resumir El Quijote en dos párrafos.

Para muestra un espermatozoide. En los últimos diez años de vida se casó cinco veces; en la República Dominicana cohabitó, en el sentido bíblico, con tres mujeres a la vez: una dominicana incandescente, una puertorriqueña flamígera y una muchachita impúber, que era su mucama.

Con algunas las pagó todas juntas. Se casó en 1972 con Luz Dary Padrelli; le llevaba 38 años de ventaja y aún engendró a Danilú. Se divorciaron y Luz Dary le sacó hasta el último centavo.

Bravo entre los bravos. Mordaz, irreverente, sincero, amigo de sus amigos, llegó con las completas a su cita con la Virgen de Altagracia. Tenía 76 años, el 27 de noviembre de 1992. Padecía demencia senil, no era para menos después de tanta guarera, fumadera y mujereadas.

¿Uno qué sabe? Tal vez al fin pudo ver a Linda : “Parece mentira, tantas esperanzas en su amor cifré. No le he escrito a nadie. No dejó una huella. No se sabe de ella desde que se fue. Sabrá Dios cuántos le estarán pintando ahora, pajaritos en el aire. Yo no he querido ni podré querer a nadie con tan loco frenesí”.