Página Negra Albert De Salvo: El excursionista de la medianoche

Por dos años asoló con sus crímenes a la ciudad de Boston; 13 mujeres fueron violadas y estranguladas por un asesino que cada sábado salía de cacería.

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Matar a muchos es privilegio de pocos. No es tan oscuro ni obsceno como suena, para algunos es divertido y una experiencia entretenida.

Para que su hija Judy no se sintiera triste por tener la cadera torcida, decoraba con grandes lazos de colores los aparatos ortopédicos que ella utilizaba para caminar.

Fue el mismo tipo de nudo, con cintas de diferentes tonos, con el que apretó el cuello de 13 mujeres –entre los 19 y los 85 años– en una ríada de sangre que asoló a la ciudad de Boston, de 1962 a 1964.

¡Con esa cara! ¿Quién creería que Albert De Salvo sería capaz de ultrajar, sin asco, a todas esas pobres víctimas? Alto, atlético, pelo largo, nariz fina, facciones viriles, voz clara, sincero y encantador, simpático, devoto, servicial, sencillo, padre y marido ejemplar.

Entre los dedos del pie izquierdo de Mary Sullivan colocó una vistosa tarjeta con la frase: ¡Feliz Año Nuevo! La ahorcó con una media y dos bufandas de colores chillantes, anudadas bajo la barbilla con un enorme lazo. La dejó desnuda, despatarrada sobre el piso y con un palo de escoba inserto entre sus piernas.

Solo el hombre causa dolor por el placer de hacerlo. De Salvo desafió todas las leyes de la piedad; llevó un registro de sus actos con la exactitud de un contador y confesó sus crímenes con la frialdad de un jugador de póquer.

Por dos años se burló de un ejército de 2.600 policías que lo buscó hasta debajo de la última piedra; se procesaron 37.500 páginas con información de los asesinatos y, ante la impotencia, las autoridades acudieron al prosaico expediente de contratar a Peter Hurkos, un vidente.

De Salvo colapsó Boston por dos años. Aumentó la venta de cerrojos, cadenas, mirillas, cierres para ventanas y puertas. Las mujeres colocaban barricadas, platos y latas en las escaleras; dormían con paraguas y bastones de esquí al pie de la cama.

Las más temerarias compraron armas, cuchillos, gases lacrimógenos, perros entrenados o llevaron cursos de karate y defensa personal.

Al caer la noche las calles quedaban desiertas. De día los lectores de medidores de agua o electricidad eran corridos a palos. Todos eran sospechosos: investigadores de mercado, servidores sociales, propagandistas políticos y hasta mensajeros de la Western Union.

“Lo siento, no pude resistirme”, le dijo De Salvo a la joven que violó el 27 de octubre de 1964. Con el cuento de que era operario de una compañía de aparatos a gas entró al departamento de la muchacha; no la mató y ella lo denunció.

Todos los periódicos publicaron la foto del sospechoso y así fue como lo capturaron, si bien nadie sabía que podía ser el asesino en serie, y pasó un año en prisión.

En febrero de 1965 coincidió, en el Hospital Estatal de Bridgewater, con George Nassar. Este último era un peligroso criminal, de una inteligencia extraordinaria.

Nassar escuchó las fanfarronadas de Albert, que juró haber matado a 300 mujeres. De inmediato llamó a su abogado Lee Bailey para denunciarlo y ganarse la recompensa de $10 mil, que ofrecían por la cabeza del estrangulador de Boston.

Corazón satánico

““Miré al espejo de la habitación y allí estaba yo estrangulando a alguien. Caí de rodillas, me santigüé y recé. ¡Oh, Dios! ¿Qué estoy haciendo? Soy un hombre casado, padre de dos criaturas. ¡Oh, Dios, ayúdame! Era como si no fuera yo... era como si fuera otra persona la que estaba viendo. Me fui de allí asustado”.

Al otro día, el 14 de junio de 1962, mató a Anna Slesers; su primera víctima. Ella amaba la música; esa noche escuchaba a todo volumen a Mozart y él entró silenciosamente a su apartamento. Se encontró de golpe con Anna, que recién salía del baño envuelta en una bata. Fue rápido y suave. Le rodeó el cuello con una cinta azul y la ahogó, como quien apaga una vela con un soplido. Quedó tendida, desnuda, sobre el piso de la cocina, parecía dormida.

Una vez que empezaba, nada lo detenía; una sed lo secaba por dentro y una voz interna lo conminaba a buscar mujeres, una, otra, más… más… todas.

Pobre como una rata, nació en 1931 en Chelsea, Boston. Amaba a Charlotte, su madre, y sufría porque no pudo defenderla de las salvajes agresiones de su padre, Frank, un peón y fontanero.

A los siete años presenció impávido como este le rompía a golpes cada uno de los dientes; le dobló hacia atrás los dedos de la mano hasta que crujieron y se rompieron.

Frank era un alcohólico sin oficio ni beneficio que ofrecía clases gratuitas de sexo presencial a sus seis hijos. Primero violaba a la madre, seguía con las hijas y cuando estaba de humor, llevaba prostitutas a la casa para divertirse con ellas.

Cuando Albert tenía cinco años Frank le enseñó a robar en las tiendas; pasó de pequeños hurtos al allanamiento de casas y así dio con sus huesos en el reformatorio.

Pero eso no fue lo peor. A los siete años el padre lo vendió como esclavo, junto con sus dos hermanas, a un granjero de Maine que le pagó tres dólares por cada uno. Durante varios meses estuvieron cautivos y sometidos a palizas, abusos sexuales y trabajos forzados. Albert se orinaba cada vez que lo obligaban a contar esa experiencia.

Charlotte huyó y se divorció de Frank, que ya los había abandonado. Un año después se casó. De sus hijos no volvió a saber nada.

En su niñez Albert buscó refugio en los muelles de Boston para escapar del infierno hogareño; ahí partió migas con toda clase de malandrines.

Con 17 años se enlistó en el ejército y estuvo cinco años en Alemania con las fuerzas de ocupación. En la milicia llevó al extremo sus dotes de manipulador y descubrió las de boxeador; ganó el campeonato de peso medio en Europa.

Su vida cambió cuando se enamoró de Irmgard, una atractiva rubia alemana muy católica; por amor a ella dejó los uniformes y regresó a Estados Unidos, en 1954.

Tuvo dos hijos, Judy y Michael. Fue un padre modelo pero sus desenfrenados apetitos sexuales hastiaron a Irmgard, que se quitaba el tiro apenas podía.

Para redondear los ingresos familiares decidió ajustarse con algunos robos caseros y aunque fue arrestado dos veces, nunca fue a prisión.

Una noche vio en la televisión el show de un fotógrafo que, con el timo de buscar modelos, se acercaba a las jóvenes, entraba a sus casas y las seducía.

Con su aguda inteligencia afinó el modus operandi que usaría para ganarse la confianza de las mujeres y matarlas.

James Anthony Froude dijo en cierta ocasión: “El hombre es el único a quién la tortura y muerte de su igual le parece fascinante por sí misma”.

Urgencia de matar

“¡No lo hagas!” le suplicó Beverly Samans. Aún así la violó, la apuñaló y la estranguló. Solo tenía 23 años y era estudiante de Cambridge. Según De Salvo eso le recordó la forma en que Irmgard lo repudiaba sexualmente.

Albert siempre quiso superarse, salir de la pocilga en que nació y ser mejor; por eso ingresó al ejército, respetó a la autoridad y se casó con una mujer de un nivel social superior.

Pero todos sus intentos de aceptación fueron vanos; él trató a Irmgard con respeto y consideración pero ella, dijo Albert, “ me hacía sentir un don nadie, sentirme con un complejo de inferioridad”.

La policía estuvo mucho tiempo desconcertada, porque los perfiles de las víctimas no calzaban en un solo tipo de asesino y más bien parecían varios. Nada ajustaba, no había móvil, no había rastros, no había un patrón ni una marca personal, todo parecía librado al azar.

Cuando De Salvo admitió los crímenes todas las hipótesis se desplomaron. Albert contaba los sucesos en tercera persona, como si no fuera responsable.

En su confesión describió con precisión los hechos, los más relevadores solo los conocía la policía y nunca los publicaron los periódicos.

De Salvo aseguró que la diferencia de edad de las mujeres –entre 19 y 85 años– fue tan accidental como el lugar donde vivían, sus aficiones y estilos de vida. A todas las escogió por el nombre que tenían en los timbres o en las puertas.

Para ganar su confianza usó diferentes disfraces y solo una vez se abstuvo de matar, cuando se vio a sí mismo reflejado en un espejo.

La cadena de homicidios comenzó poco después de que Irmgard rechazara sus avances sexuales y, al parecer, ese fue el gatillo que disparaba su instinto de cazador: cuando una mujer le volvía la espalda. Surgía así en Albert un odio incontrolable, no sabía que con la difusión de sus crímenes muchas mujeres se convirtieron en sus admiradoras.

Escogía universitarias para demostrar superioridad. “Creen que son mejores que yo. Todas eran jóvenes educadas, y yo no tuve nada en mi vida, pero he sido más listo que ellas”.

Todos los sábados sentía la “urgencia de matar”, conducía sin rumbo fijo su Chevrolet Coupé modelo 54 y escogía una presa. Después volvía a su vida normal. Tras el crimen de Joan Craff: “Cené, me lavé, jugué con los niños y vi la televisión”.

El 18 de enero de 1967 De Salvo fue condenado a cadena perpetua, pero no por los homicidios. Después de una espectacular fuga del Hospital Estatal de Bridgewater –donde estuvo recluido– lo trasladaron al penal de máxima seguridad de Walpole y ahí se dedicó a la joyería artesanal. Tenía 44 años cuando, al anochecer del 25 de noviembre de 1975 alguien le partió el corazón con seis puñaladas. Antes de Albert De Salvo los asesinos seriales en Estados Unidos apenas llegaban a dos; después la cantidad se elevó a casi un millar. 1