Amy Winehouse: El increíble caso de la cantante tatuada

La chica mala del pop rock se agotó muy rápido, solo vivió 27 años y parecía de 72; intentó reconstruirse pero fracasó ahogada en una marea de alcohol.

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Intentó cruzar el desierto de la desintoxicación y murió de sed en la orilla. Ante el regocijo de los canallas mediáticos ella no superó el número maldito y cumplió su propia profecía.

Desde los 12 años se empeñó en autodestruirse. A esa edad le ocurrieron dos cosas: por vaga la echaron de una escuela de teatro y le regalaron una guitarra. Ambas cambiaron su vida.

Nadie, ni ella, pudo meterla en el saco y destacó tanto por su extraordinaria voz como por sus extravagancias, sin que aún sepamos si pasó a la historia de la música por una u otra razón.

Asidua visitante de los juzgados, ya fuera por bailar desnuda frente a un hotel o por sus monumentales peleas con el marido tan “sui generis” que se buscó; vivió entre el alcohol, las drogas, los escándalos y hasta un padre parlanchín, que obtuvo su partecita con las ocurrencias de su niña.

¿Quién era aquella mujer del peinado beehive, las decenas de tatuajes y las canciones cortavenas? En principio una chica superpoderosa que a los 25 años arrasó en una sola noche con cinco premios Grammy y quedó inscrita en los Records Guinnes por semejante proeza.

Fiel a su estilo el gobierno de los Estados Unidos le negó la visa por usar y abusar de los narcóticos, así que no asistió a la ceremonia de premiación en Los Ángeles y cantó –vía satélite desde su natal Londres– dos de sus emblemáticas piezas: Rehab y You Know I´m No Good .

La soledad, la ansiedad, los fracasos sentimentales y el alcoholismo la arrastraron a la tumba. La pobre siempre vivió en los extremos: se metió en el cuerpo todo lo que pudo y después quiso sacárselo de golpe.

En algún momento, entre el 22 y el 23 de julio del 2011, yacía sobre su cama y escribió a su amigo Kristian Marr: “Estaré aquí para siempre”.

Por un momento veámosla a través de la ventana del tercer piso de su apartamento, frente a Camden Square, en Londres: aplastada por el licor, embrutecida, desmadejada.

Su guardaespaldas, que la protegía de ella misma, la observó en la mañana del 23; no vio nada anormal, salvo que estaba quieta, como dormida. Regresó en la tarde porque el silencio le molestó. Aporreó la puerta.¡¡¡¡Amy, Aaaamy!!!!. Nada. Pateó el llavín. Amy Winehouse tenía horas de estar muerta.

Estrella fugaz

Amy pasaba hasta tres semanas sin beber, pero eso en lugar de darle vida la mataba. La víspera de su muerte compartió con su madre Janis, farmacéutica divorciada de Mitchell –el padre– de oficio taxista.

La mamá la encontró perdida, extraviada, el final era nada más cuestión de tiempo, porque aunque dormía horas de horas, lucía como si nunca terminara de despertarse.

“Nos bebimos un té, vimos fotos de familia. Cuando me fui, me abrazó y me dijo: ¡Mamá, te quiero!”. Fue la última imagen que Janis se llevó de su hija.

Aunque las pruebas toxicológicas demostraron que había ingerido seis veces más de la cantidad permitida de alcohol, nada pudo evidenciar que la cantante se suicidó.

La doctora Cristina Romete la entrevistó un día antes del desenlace fatal y la diva le aseguró: “Todavía me quedan cosas por hacer en la vida”.

Al parecer su noviazgo con el director de cine, Reg Traviss, comenzó a desmoronarse tras dos años de relación sentimental; en realidad Amy extrañaba a su exmarido, el oscuro y terrible Blake Fielder-Civil.

Blake fue su perdición y, años después, confesaría: : “Arrastré a Amy a las drogas, y no hay duda que sin mí no hubiese caído en eso. La llevé a la heroína, crack, cocaína y la autoflagelación”. Ya para qué.

Lentamente, un largo y solitario espacio la rodearía para siempre. Sus amigas Juliette Ashby y Remi Nicole dejaron de visitarla. Dejó de llamar a Reg, no contestaba sus mensajes y como cada nada perdía el teléfono celular, rara vez devolvía las llamadas.

La pena, el dolor, la desesperación, las drogas y la dependencia psicológica la convirtieron en una mujer triste, pero con una voz potente y oscura.

Fue a los 20 años que, con su álbum Frank , alcanzó el éxito. Pero apenas dos años después su vida personal atrajo más la atención de la prensa, que su talento artístico.

Unos dicen que padecía de trastornos depresivos a causa de la separación de sus padres, cuando ella tenía nueve años; otros argumentan que fueron los desórdenes alimentarios. En esos dos años comenzó a perder peso, su humor era variable como un termómetro y buscó refugió en el espejismo de todos los artistas: las drogas.

El psicopompo que la introdujo en ese mundo, a los 23 años, fue Fielder-Civil, un asistente de grabación de los videoclips que ella grababa. Lo semejante atrae a lo semejante porque el flechazo fue instantáneo y comenzaron una relación intensa, apasionada y matizada por continuas peleas en público y privado.

Fielder-Civil era un pájaro de cuenta, un explotador que vivía a costillas del éxito de su mujer y para más señas dos meses después del matrimonio –en el 2007– Amy ingresó a un hospital londinense a causa de una sobredosis.

Al año siguiente fue condenado por violar su libertad condicional, pues había estado preso por tráfico de estupefacientes. Para ayudarlo Winehouse canceló todas sus presentaciones y durante un concierto en Londres, trastabilló en el escenario, de lo borracha que estaba.

“Mi marido es todo para mí. Sin él no es lo mismo”, explicó Amy a la prensa amarillista, que la devoraba todos los días y publicaba fotos de su flacura, problemas en los dientes y un aspecto deprimente, en nada parecido a lo que era antes de conocer a Blake.

Aunque se divorciaron y ella trabó contacto con Travis, compuso muchas canciones dedicada a su amor perdido y le envió cartas a la prisión, las cuales hoy se venden hasta en $8 mil cada una. El dinero nunca duerme.

Chica mala

Amy creció en un hogar aficionado a la música, sobre todo el soul y el jazz . Nació el 14 de setiembre de 1983 en Londres y desde niña poseía una portentosa voz natural, solo comparable con su endiablado carácter. Era inmanejable y exigía constante atención, su abuela Cynthia era la única que podía controlarla.

Cuando sus padres se divorciaron, en 1993, matricularon a Amy en una escuela de teatro y aunque tenía habilidades para la expresión corporal no se veía como bailarina, sino como cantante. A los 12 años la expulsaron de una academia de teatro por usar un piercing en la nariz y por perezosa.

La futura estrella era muy obstinada y con ayuda de su novio, Tyler James, logró conectarse con el promotor Nick Godwyn, quien vio un video de la novata y se dio cuenta de que había encontrado una perla musical.

El agente quedó tan impresionado por aquella jovencita de 16 años que “conocía bien la vieja escuela y el hip hop . Era rellenita, tenía fuerza y un estilo único”. A todo ello había que agregar el particular acento arrabalero inglés, los tatuajes y aquella manera provocativa de excitar al público.

Su primer álbum, Frank , fue en honor de su admirado Sinatra. Lo grabó a los 20 años, en muy poco tiempo porque rara vez se repetían las tomas, pues Amy nunca desafinaba y mantenía los tiempos con precisión. El segundo, Back to Black , lo produjo a los 22.

Y con el dinero vinieron los excesos. Compró un apartamento en Camden, uno de los barrios más bohemios de la City londinense. Parece ser que mantuvo su noviazgo con Tyler, pero también una cercanía bastante particular con un amigo, Kristian, a quien le envió el último mensaje de su vida.

Los desórdenes existenciales de Amy comenzaron en su niñez, debido a la ausencia paterna y a que el padre abandonó a su madre por otra mujer, y ella no pudo asimilar esa situación.

En las letras de sus canciones ardía un corazón en llamas. Una de ellas, Rehab, decía: “siempre tengo una botella cerca”, un mensaje pesimista y lleno de cinismo.

Cada año era un paso más hacia el abismo. A los 23 lucía demacrada, basculaba entre la bulimia y la anorexia; sus padres comprendieron que debía rehabilitarse, pero ella no quiso que nadie la ayudara.

Fuera de control llegó a pedirle a Bono, líder de U2, que se callara en una conferencia de prensa; exigía 47 botellas de whisky por actuación; desafinaba en los escenarios, suspendió conciertos; abofeteó a un fan; pagó millonarias indemnizaciones y hasta bailó desnuda.

Entre sus proyectos estaba grabar un tercer álbum, “casarse con un hombre normal” y “tener cinco hijos”.

Tocó fondo en Belgrado en junio del 2011. Se presentó en el escenario patética, titubeante, mascullando incoherencias y entendió que debía dejarlo todo, superarlo todo, cantar de nuevo, amar otra vez y vivir.

Nada de eso logró; porque adonde fue cargó su tristeza y por donde caminó, llevó su dolor. 1