Ricardo Kandler: El pequeño subversivo

Hay seres humanos que uno siente que conoce desde antes de conocerlos; cuando interactuamos por primera vez con ellos sentimos que nuestros rompecabezas se complementan, por alguna incomprensible razón.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ricardo Kandler no era mi amigo, pero es posible amar a personas con otros adjetivos. No conocí muchos detalles de su vida personal, no mensajéabamos constantemente y, a pesar de que dijimos incontables veces que teníamos que salir a tomarnos unas birras, nunca fuimos.

Hay personas que son como un déjà vu, y no porque sean la copia exacta de alguien ya conocido. Hay seres humanos que uno siente que conoce desde antes de conocerlos; cuando interactuamos por primera vez con ellos sentimos que nuestros rompecabezas se complementan, por alguna incomprensible razón.

Desde luego que Kandler era una figura reconocida por muchos —me incluyo— gracias a sus fascinantes caricaturas publicadas durante años en La Nación, empresa a la que —me contó— llegó hace varias décadas a decir que sabía dibujar y diseñar, y que quería un trabajo. Así, sin más.

Recuerdo que hablamos por primera vez en algún pasillo de la redacción del periódico, una sala no apta para introvertidos y ermitaños como nosotros. Era de noche, porque Kandler tenía —por solicitud propia— el mejor horario jamás deseado: de seis de la tarde a once de la noche, trabajando en el cierre de diseño del diario.

Su presencia en esa redacción a veces se me asemejaba a la de Dr. House en el hospital: eran los genios locos del lugar, quienes por su misma genialidad tenían aval de hacer lo que les viniera en gana. No puedo pensar en alguien ahí que no fuera neoliberal que no sintiera afecto y respeto por Kandler, aunque sospecho que quizá hasta algunos capitalistas lo tenían en alta estima. Era difícil no hacerlo.

Cada cigarro que nos fumamos juntos vino aderezado de una jugosa conversación. Jamás se prestó a aceptarme como un fan de su obra; evitaba cualquier mención mía sobre sus caricaturas y en cambio me hablaba de algún disco, o algún titular molesto publicado en el mismo medio que nos pagaba el salario, o alguna noticia tendenciosa que no le calzaba en el cerebro.

Nunca supe si nos pasaba a ambos, pero yo me veía en él. Tal vez por eso sentía que lo conocía de antes. Sus preocupaciones, sus miedos, sus ambiciones, sus críticas, sus chistes; nunca necesité una segunda explicación para entender de dónde venía nada de lo que decía o de lo que publicaba. Con muy pocas palabras lo expresaba todo.

Cuando me anunció que se iba a jubilar, me dijo —otra vez— que yo debía irme cuanto antes; que no hiciera lo mismo que él. A mí me angustiaba sentir el peso de su ausencia, pues su sola estampa al otro lado del edificio me brindaba tranquilidad. Ahora, solo me tranquiliza saber que no le dio tiempo de darse cuenta de que se estaba muriendo cuando se murió.

Me pregunto si lo mató lo mismo que compartíamos —y no hablo necesariamente de los cigarros—. Los corazones se detienen en seco por muchas razones, pero quizá hay algo más que meras deficiencias. Una urgencia abismal echaba a andar cada caricatura que Ricardo dejó en este mundo. Tal vez su productividad de inquietudes e ideas fue tanta que su corazón debía detenerse hace unos días; ya no daba más.

Lo que sé es que quienes vimos la "realidad" a través de sus ojos nunca dejamos de suspirar después de reír con sus dibujos punzocortantes. El arte yace en lo que nadie más puede percibir, y Kandler era un jardín de ideas inéditas. Su corazón se detuvo antes de lo que nos hubiera gustado, pero gracias a su ingenio quedamos en superávit.

Larga vida al eterno rebelde. Fue un hermoso viaje.

alessandrosolis@gmail.com