¿Qué estás tomando, Mario Méndez?

Quien haya escuchado alguna transmisión radial deportiva en este país conoce la respuesta a la pregunta previa. A quien pocos conocen, en cambio, es al hombre que ha instalado en la memoria colectiva costarricense esta y otras frases comerciales; una de las voces más reconocibles –y, al mismo tiempo, desapercibidas– de la radio nacional.

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La escena es esta: estamos en una cabina radiofónica, en las instalaciones de Radio Columbia, en Zapote. En la pantalla del televisor se mueven futbolistas de camisa roja. Juega la selección sub 20. A través de unas bocinas suena la narración de cada jugada del equipo de locución de Columbia que no está aquí, sino allá, en el Estadio Nacional, donde juega Costa Rica y juega Honduras.

De pronto, la descripción del juego se interrumpe de forma sutil y, aquí, en la cabina, retumba una voz poderosa, veloz, seductora. “Cafecito Rrrrrrrrrey, la bebida de los ticos”, dice y ya no estoy en una cabina de radio, acompañado por narradores y periodistas.

Ahora estoy en la sala de mi casa. Mi padre enciende el televisor pero baja el volumen. De los parlantes de la radio salta la voz alegre de Mario McGregor narrandolos trotes de Medford en el Estadio Azteca o de Wanchope en el Saprissa, ambos con casaca roja. Son instantes que, sin que yo lo sepa, se quedarán guardados en mi memoria –y en la de muchísimas otras personas en este país– para siempre.

No son, sin embargo, los únicos recuerdos que atesoro. Por todo lo icónico que fue el trabajo de McGregor, en mi memoria resaltó el momento en que el deporte se ponía en pausa y una voz, potente y rápida como una tormenta, intercalaba las pautas comerciales.

No sabía entonces –no lo supe sino hasta unas semanas atrás– a quién pertenecía esa voz. No sabía quién es Mario Méndez, el que, sentado ahora, en el presente, en la cabina de Radio Columbia, aprovecha el saque de banda en favor de Honduras para invitarme –a mí y a un país en sintonía– a comer maní con chile, a comprar galones de pintura, a beber la bebida de los ticos.

El rosario y las rancheras

La historia de una de las voces más icónicas en la historia de la radio de este país comenzó, claro, en torno a un viejo aparato radial.

Mario Méndez creció en las Juntas de Pacuar, un pueblo ubicado 14 kilómetros al sur del centro de San Isidro del General. Allí sus padres –campesinos auténticos y orgullosos como él– tenían una finca en la que vivían y trabajaban para alimentar a 19 hijos –sobreviven 12–. La vida en la finca no admitía tiempos muertos: la jornada comenzaba a las 3 de la mañana y todos ayudaban.

Por las tardes, luego de ir a la escuela y concluidos los trabajos de la finca, la familia Méndez se reunía, sentada en bancos y troncos “porque no había una mesa”, a escuchar un programa ranchero en Radio Sinaí, llamado Atardecer ranchero ; luego, el rosario. “Así empecé a sentir el gusanito por la radio y por la música también”.

Habría que invertir el orden, porque la música llegó de primera a la vida de Mario Méndez. Desde niño, con una lata de manteca en sus manos, simulaba tocar una guitarra y cantaba para sus hermanos, que se le unían en el coro. “Nunca estudié música”, cuenta don Mario. “Me decían que tengo buen oído. Las orejas sí que las tengo buenas”, se ríe. Su padre y sus abuelos eran músicos, así que don Mario cree que la facilidad para cantar e interpretar son una herencia de generaciones previas.

Su buen oído natural se lo ratificó Rodrigo Solano, un músico de San Isidro, quien tenía un pequeño grupo musical. Don Mario se le acercó y le dijo que le gustaba la música. ‘Bueno, venga a ver qué hacemos’, le contestó Solano. Don Mario, entonces un chiquillo de colegio, le cantó una canción mientras Solano tocaba. ‘Usted tiene buena medida’, le dijo.

Así se comenzaron a mover los engranajes, algo que don Mario solo puede ver ahora, en retrospectiva. Era imposible imaginar que aquel primer acercamiento a la música sería la piedra fundacional de su carrera en radio. Don Mario pasó por varios grupos musicales; se quedó en el de Álvaro Esquivel durante un par de años, encargado de tocar el bajo.

También le correspondía, en el intermedio entre canciones, enviar saludos a las mesas y a los asistentes.

En una ocasión, se le acercó un locutor de Radio Sinaí, una emisora de alcance regional, la misma que don Mario y sus hermanos escuchaban por las tardes cuando eran pequeños. ‘Sonás bien, ¿no te gustaría trabajar en la radio?’, le ofreció. Don Mario apenas pudo responder, porque la felicidad, cuando es súbita, puede enmuedecer incluso las voces más poderosas: era un sueño de su vida, a punto de cumplirse.

Era 1970. Casi cinco décadas después, don Mario ya no toca el bajo más que en su casa, acompañado por sus sobrinos. “La música, como todo, tiene su tiempo”, reflexiona ahora. “Tenía que dejar campo a gente joven y con más bríos y disponibilidad. Dejé de ser ejecutante de música, porque ser músico es como ser futbolista: uno no deja de serlo hasta que Diosito lo llame”.

Primera División

Del micrófono, en cambio, no se ha despegado aún. Sinaí, una radio rural afincada en el Valle del General, era –es, porque su presencia en el dial permanece– una emisora sui géneris: pese a sus raíces y dirección católicas, su programación era un menú diversificado que lo mismo ofrecía el rosario y programas de rancheras o narraciones deportivas.

Allí llegó Mario Méndez, con 21 años, a probar suerte como cabinero. Se entrevistó con el padre Álvaro Coto, director de Sinaí, quien le dio una oportunidad que se extendió por una década: don Mario, ya casado y con hijos, prestó su voz a Radio Sinaí hasta 1980, cuando se le presentó la oportunidad de migrar a San José e integrarse a un proyecto mucho más ambicioso y, también, de mucho mayor alcance.

“En Monumental me inicié en el 80 y estuve allí hasta el 84, más o menos, como locutor de noticias”, rememora. Fue una época de aprendizaje, no solo profesional sino emocional, pero también fue desgastante: su familia vivía en el Valle del General, mientras él se acostumbraba a no ser más el locutor estrella de una emisora rural, sino un aprendiz en una de las radios más importantes del país.

Llegar a Monumental, asegura, fue como llegar a Primera División; la transición fue compleja y demandante. “Ser lector de noticias implica una de las locuciones más serias que hay. Tiene que ser perfecta. Yo venía con muchísimas deficiencias”, recuerda don Mario. Sus errores solo pudieron corregirse con la marcha, con el tiempo, con la práctica.

Sus bases como músico le ayudaron a solventar los retos. Gracias a esa experiencia, nunca sintió pánico frente al micrófono porque ya había perdido el pánico escénico. “Además, la niña Clemencia Sánchez, quien me dio de primero a quinto grado, nos obligaba a ir al frente de la clase y leer una página entera de un libro. Ahí sí que temblaba del miedo”.

La radio, cuenta, involucra un enfrentamiento distinto: un error se puede disimular en un salón de baile, pero no en una narración. Por ello, el respeto por el micrófono es esencial: “Puede ser un gran aliado o el peor enemigo”.

Ese respeto ha sido una constante en su carrera, un trampolín que lo puso donde está ahora. Javier Rojas, una leyenda del periodismo deportivo en Costa Rica, invitó a Méndez a participar en la cobertura de la vuelta ciclística de 1983, con Columbia. Méndez le pidió permiso a su directora en Monumental, Dora Ruiz González, quien se lo cedió y le dijo ‘te vas a ir con ellos’.

‘No, doña Dora, cómo se le ocurre’, le dijo don Mario. Unos meses más tarde, pasó a Columbia de forma definitiva, donde ha pasado 32 años como narrador comercial y, ahora, director de programación.

Bandera de cuadros

Todo comenzó con la ciclística. Ese era el sueño. “En San Isidro, después de los bailes, me inventaba una narración de la vuelta para mis compañeros. Yo les decía que algún día iba a narrar una ciclística. Cuando me ven ahora, me preguntan cuántas llevo. Van 32”, dice y el rostro se le ilumina.

Lo mismo sucede cuando recuerda las aventuras de la Selección Nacional en Italia 90 –el primer mundial que narró– o en Brasil 2014 –el más reciente–, sus momentos más felices frente al micrófono.

Una carrera tan extensa inevitablemente se convierte en un atrapasueños de buenos recuerdos y experiencias: llorar al micrófono tras la eliminación de la Sele en Estados Unidos, antes de Sudáfrica 2010; la exigencia de Mario McGregor, las enseñanzas de Javier Rojas; ofrecer, en los inicios de su carrera, “camisas blancas de todos colores”.

Nada, eso sí, ha sido más importante que el apoyo de su familia –su esposa Nurieth; sus dos hijos, su hija–, la columna vertebral de su carrera, pese a la dificultad, inherente a su labor, de ausentarse los fines de semana. “De ellos recibí una ayuda increíble para cumplir con lo que he cumplido y hacer lo que hago”.

A ellos, precisamente, espera dedicarse por completo dentro de poco tiempo. Para don Mario, el destino tiene un nombre final: Rusia 2018. Ese será no solo su último mundial como narrador, sino el gran final de su carrera profesional.

“Si Dios me lo permite, ahí me retiraré. Es hora de dar campo a los demás”, cuenta don Mario, su voz potente, su energía intacta, su entusiasmo el mismo que transmite en cada narración.

¿Estará la Sele ahí, don Mario? “No tengo la menor duda de que sí”.