Padres e hijos músicos: De tal estrofa, tal canción

Lelis Céspedes (Chiqui Chiqui), Erick León (La Jungla) y Marvin Araya (Orquesta Filarmónica) alguna vez tuvieron miedo de que sus hijos se dedicaran a la música. Hoy, todos profesan una gran admiración por el talento de sus muchachos y agradecen esa conexión que el arte les regaló

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Hay quienes dicen que el talento se trae en el ADN y otros dicen que es el ambiente del hogar el que lo forja. Nadie sabe la respuesta concreta, pero lo cierto es que la semilla de un músico casi siempre cosecha talento musical.

Para este Día del Padre, Viva salió en busca de padres músicos con hijos que decidieron seguir sus pasos. Sus historias bien podrían contarse con palabras o con pentagramas, risas, nudos en las gargantas y algunas lágrimas de orgullo.

Nuestra primera parada fue en Heredia, en la casa de Lelis Céspedes, de la Banda Chiqui Chiqui. Ahí todo tiene que ver con música y arte: desde la clave de sol forjada en las verjas de la ventana de la sala, hasta los portarretratos con forma de guitarra en el pasillo que conduce a los cuartos o las esculturas de Ólger Villegas –creador del Monumento de las Garantías Sociales–, el suegro de Céspedes.

No hay radio, pero en la casa no falta qué escuchar. Hay un cuarto repleto de instrumentos musicales, desde guitarras, hasta un violín, una mandolina, un acordeón, un piano, un bajo y una computadora con parlantes de estudio para hacer mezclas.

“Es que al que no quiere caldo, tres tazas”, dice Lelis.

En realidad, él no hubiese querido que ninguno de sus tres hijos se dedicara a la música, pero le salió al revés. Su hijo mayor, Gibrán, es ingeniero de sonido, baterista y bajista; Ariel es guitarrista, violinista y director académico de la escuela cristiana de Música World Alive –antes Instituto CanZion–; y el menor, Fabián, tiene un gran oído para el piano y estudia Folclor en el Castella.

“A mí me tocó una época bastante difícil”, recuerda Lelis. Aunque estudiaba música, se dedicaba a la ingeniería de sonido y a la fabricación de instrumentos musicales. Sin embargo, su facilidad para ejecutar varios instrumentos lo convirtió en integrante temporal de grupos como La Empresa, La Pandilla, Los Hicsos y La Mafia.

“A veces tocaba ya dormido sobre el piano y no me daba cuenta, hasta que mis compañeros me volvían a ver y estaba dormido”, asegura. “Estaba muy saturado, muy cansado. El día en que nació Gibrán (1989), decidí que ya no iba a tocar más”.

Esa elección le permitió ver crecer a sus hijos y acompañar a Gibrán en sus sueños por convertirse en futbolista. “Siento que talvez no me he perdido tanto, pero sé de compañeros a los que ahora los hijos les reclaman que nunca estuvieron con ellos”.

Durante 15 años, su bajo acumuló herrumbre en el olvido hasta el día en que aceptó la propuesta de formar parte de la Banda Chiqui Chiqui.

Aunque alguna vez le imploró a Dios que sus hijos se dedicaran a algo distinto, ahora reconoce que tomaron el camino correcto. “Ahora es muy diferente. Los músicos tienen la oportunidad de estudiar y eso les abre muchas puertas, como a Ariel. Además, ya no es tan pesado; inclusive con la banda, muchos conciertos son en la tarde y lo más a las 11 [p. m.], ya terminan”, explica.

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Esos presagios del destino le han regalado a Lelis momentos inolvidables, como el concierto AutenTicos por Siempre en el Estadio Nacional, en febrero.

Esa noche, a petición del productor Marvin Córdoba, Ariel dirigió la orquesta de 30 músicos, con apenas el conocimiento de algunos cursos universitarios. “Me mandé valiente porque no teníamos director”, cuenta entre risas.

Aunque pueda parecer extraño, subir al escenario juntos es un privilegio que muy pocas veces habían compartido; cuando mucho, cuando el guitarrista de Chiqui Chiqui se ausentaba.

El mayor de los hijos, Gibrán, también participaba en el proyecto como ingeniero de sonido, algo que ya está acostumbrado a hacer con Chiqui Chiqui.

Programar ensayos se había complicado y un par de canciones se ejecutaron prácticamente de primera vista, confiesa Lelis. “Faltando una hora para que abrieran las puertas del estadio, no habíamos ensayado ni habíamos hecho pruebas de sonido, y yo sentía que me iba a dar algo. Sabía la responsabilidad que tenía mi hijo, que era la primera vez que iba a dirigir en un evento tan grande”, relata.

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“Ya cuando pasa todo el estrés, lo que siente uno es un orgullo tremendo. No halla uno ni qué hacer”, prosigue, aunque nunca antes pudo conversarlo con Ariel de frente.

Así, Ariel y Lelis empuñaron un violín y una guitarra para recordar aquellos viejos tiempos en los que se perdían algunas horas en medio de los acordes. La elección fue Dust In The Wind, que solía ser una de sus canciones favoritas.

Con gran soltura, recorrieron la introducción y los primeros versos, hasta llegar al coro, cuando Lelis se quedó patinando en las cuerdas.

“Sol... La Menor... Re... Fa”, guió Ariel, mientras seguía moviendo el caballete.

¿Habrán logrado sus hijos superar a Lelis? Sí, él mismo reconoce que lo sobrepasaron con su dedicación y su interés por profesionalizarse como músicos. Eso sí, advierte , él sigue siendo el único músico de la familia capaz de interpretar cualquier ritmo porque en su época, un músico que no supiera tocar de todo, no servía.

Amigos inseparables

Nuestra siguiente visita fue a la casa de Érick León y su hija, María Fernanda.

La camaradería entre ellos es absoluta y, de alguna manera, María Fernanda se convirtió en la imagen calcada de su padre, desde las facciones, los gestos y el tipo de humor, hasta el gusto por subir al escenario con un micrófono en la mano. Es, de las tres hijas de Érick, la más parecida a él.

Por la mente de María Fernanda, de 25 años, aún corren los recuerdos de aquellos momentos, cuando tenía apenas dos años, en los que su papá empuñaba la guitarra y le pedía cantar.

Esa afición fue creciendo hasta hace 10 años, cuando la mamá de María Fernanda, la hizo subir a la tarima por primera vez con su padre, quien dice que para entonces no estaba muy convencido con esa idea. “Es que ¿sabés qué es? Que esta no es una profesión como muy estable. Realmente lo que uno quiere es que los hijos estudien”, comenta Érick. “A uno no le gusta que los hijos lleven el palo que uno ha llevado. Es como una especie de protección de papá que saca uno”.

María Fernanda le cumplió ese deseo y se graduó de las carreras de Relaciones Públicas y Educación Preescolar. Sin embargo, su gran amor estaba en la música, al lado de su padre.

“Cuando me subí por primera vez a la tarima y viví todo lo que mi papá vivía, ya nunca me quise bajar”, asegura.

Desde aquella ocasión, María Fernanda acompaña a su papá a cuanto concierto y fiesta privada vaya y desde el año pasado, tras su participación en el programa Tu cara me suena, se lanzó en solitario con la interpretación de covers de música plancha.

Entre el público, suele estar su papá, quien cuida cada detalle, da indicaciones a los músicos y hasta se ha acercado, más de una vez, a conversar con alguna persona que haya despreciado la presentación de María Fernanda mientras está sobre el escenario.

“Tengo mucho cuidado a la hora de escogerle los trabajos. No a todo lugar va. A mí me gusta llevarla a lugares donde la gente la respete y la escuche”, dice Érick. “Es más, la protejo más ahí que con los novios”.

María Fernanda no puede evitar soltar las risas, pero sí, le da la razón. “Él no es celoso, pero siempre trata primero de que nosotras nos cuidemos el corazón y que nadie quiera quitarnos nuestra esencia”, explica la muchacha.

En cosa de amores, reconocen ambos, él nunca le dice que no; por el contrario, la advierte, la aconseja, la deja vivir y, cuando es necesario, le presta su hombro para llorar.

“Hemos vivido muchas cosas emocionales juntos, entonces la conexión que nosotros tenemos va más allá. Él sabe absolutamente todo de mí. Yo sé que si estoy metida en una bronca, es el primero al que voy a llamar, o si estoy triste o estoy superfeliz, el primero que lo sabe es él. Es porque hemos desarrollado una relación de padre e hija más allá, como de amistad”, asegura María Fernanda.

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Para ellos, la empresa de La Jungla es, más que una forma de subsistencia, un trabajo que les ha permitido compartir momentos inolvidables, como la noche de mayo en que le abrieron el concierto a Marc Anthony. Es, también, la que los hace consumir kilómetros de carretera al ritmo de la charanga cuando van camino a las bodas, o entre las melodías del jazz , la trova o de Silvio Rodríguez para bajar las revoluciones de regreso.

“Yo le agradezco la valentía de hacer las cosas que ha hecho hasta hoy por mantener a nuestra familia. Le agradezco su crianza, tanto en la parte emocional como espiritual. Le agradezco por todas las regañadas que me ha dado en la vida, y por las cosas que que no me dejó hacer y las me impulsó a hacer. Uy, ¿qué no puedo agradecerle yo? Yo agradezco por estar, punto, porque él está siempre, cualquiera que sea la situación”, dice María Fernanda, mientras un brillo particular se apodera de la mirada de su papá.

Emotividad pura

La última de nuestras visitas fue a la casa de Marvin Araya, director de la Orquesta Filarmónica.

Era miércoles en la noche, uno de los pocos días en los que no tienen ensayos o presentaciones ni él ni sus hijos Macho (también se llama Marvin) y Mario, tecladista y bajista de Entrelíneas, respectivamente.

Desde la cochera se podía oler el pollo mostaza-miel que Marvin preparó para cenar con sus hijos. Aunque él no es el que cocina en la casa, hace alarde de sus pasiones culinarias para consentir a sus hijos cada vez que llegan de visita.

Los chineos fueron, de hecho, el factor común en todas las anécdotas que relataron aquella noche y que los llevaron a ser quienes son hoy: papá e hijos que ríen a carcajadas, que se abrazan, que se dicen de frente lo mucho que se aman y que se conmueven incluso hasta las lágrimas al rebuscar entre lo que han recorrido juntos.

El interés de Marvin por la música comenzó en una Navidad, cuando recibió una pianica, pese a haber pedido una bicicleta. Sus hijos, en cambio, crecieron viendo a un papá que se ganaba la vida con la música, que los llevaba a los campamentos de la Orquesta Sinfónica y que tenía una casa llena de instrumentos (de los cuales, por cierto, finalmente Macho se apoderó).

“Parte de lo chiva de la infancia es que papi nunca nos obligó a escuchar nada”, afirma Mario, quien a sus 14 o 15 años dio vida a una banda de garaje, que hoy es Entrelíneas.

Su pasión por la batería tiene que ver con una de las anécdotas más emocionales en el libro de vida de los Araya.

La historia se remonta a la Navidad del 2002, cuando Marvin atravesaba una dura situación económica.

“Papi, no se preocupe, yo ya dejé todo listo con Santa y le pedí una batería roja”, dijo Mario.

Era 1°. de diciembre y luego de hacer mil y un pagos, su papá se había quedado sin un cinco en la bolsa.

Con el ánimo caído, mientras recorría las calles, Marvin vio una nueva tienda de música y resultó ser de un exalumno suyo del Instituto de Alajuela.

Entre la mercadería del lugar, había una batería roja, justo como la que Mario había pedido.

“[El exalumno] me vio la cara así, donde hice: ‘Ay, Dios mío’. Y me dice: ‘¿Qué pasó?’. Y le digo: ‘Diay, que vengo de la casa de mi hijo y me acaba de pedir una batería roja’”, relata Marvin.

El dueño de la tienda le ofreció llevársela a pagos, con descuento, a cambio de que dijera que la había comprado en su negocio. Es más, hasta le regaló los platillos.

Para el obsequio de Macho tampoco tenía dinero, así que compró un bajo eléctrico usado y él mismo lo lijó y lo laqueó para que quedara como nuevo.

La noche de la cena navideña, Marvin le dio a Mario lo que le había mandado Santa: un par de bolillos. El niño le agradeció, pero era evidente la decepción en su rostro.

“Y allá en la bodeguita ahí unas revistas de baterías con unas fotos muy lindas, para que las veas”, prosiguió Marvin.

“Nadie sabía. Era un secreto. Yo había metido la batería y la había cerrado con llave”, recuerda. “Se fue caminando y cuando abrió la puerta, se tiró al piso y dijo: ‘¿Para mí, papi?’. Y se atacó a llorar”.

“Es el momento más emotivo de mi vida, después del nacimiento de los tres. Cada vez que lo cuento, nos ponemos a llorar”, asegura.

Han pasado 15 años desde entonces, muchísimas sesiones de jam juntos y hasta una larga conversación en la que dijo a sus dos hijos que si querían ser músicos, tenían que tener también otra carrera. “Es que esa vida inestable yo no la quería para ellos”, asegura.

Empero, son innumerables las veces en las que fue desde Escazú hasta Alajuela (donde viven sus hijos) a recoger a Marvin o a Mario para que fueran a su casa a ensayar con compañeros de colegio, es incalculable el amor que puso en las pistas que grabó para sus presentaciones de adolescentes y hasta ve normal haber llamado a Fidel Gamboa alguna vez para que dictara a Mario y a sus amigos los acordes de Muchacha y luna.

Cuando Mario tuvo 15 años, le dio la oportunidad de tocar su primer concierto junto a Víctor Kapusta, de Abracadabra. El de Mario fue con la misma agrupación y con César Banana, pero la experiencia aún no es grata para el muchacho: comenzaron a tocar y el bajo tenía el sonido desactivado.

“No, no, pero para mí fue emocionantísimo”, asegura Marvin.

Ahora, considera haber pasado más horas dándole clases de música a Mario que el que ha estudiado en toda su vida. Sin embargo, está orgulloso de los músicos que tiene por hijos.

Cuando Entrelíneas iba a lanzar su primer álbum, el propio Marvin se encargó de la producción, contrató al arreglista de la Filarmónica y les pagó el que entonces era el mejor estudio del país.

“Ahora soy famoso porque soy el papá de los de Entrelíneas”, bromea.

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Sin duda, el momento más mágico hasta ahora fue la noche en la que la Filarmónica invitó a Entrelíneas a tocar en Parque Viva.

“El día en que tocaron conmigo por primera vez, fue muy emotivo, porque eran los dos carajillos conmigo y con la orquesta. Pero este día ya verlos con su proyecto musical tan consolidado, fue algo muy satisfactorio. Es que ya no fue solo como papá, sino músico, con toda la admiración”, explica Marvin.

ARCHIVO: La Filarmónica tomó Parque Viva para cantar su propio anecdotario

Han pasado 22 años desde que ya no viven bajo el mismo techo, pero asegura que su corazón de padre no ha dejado de extrañarlos ni una sola noche. Sabe que valieron la pena todos los momentos en los que se quedó dormido en los semáforos en rojo para que sus hijos nunca sintieran que la música les había arrebatado momentos importantes con él.

“Tengo una expectativa, sí: que lleguen a ser mejores papás que yo”, dice con convicción.