El piano es un instrumento que es un mundo sonoro en sí mismo

Prodigio constante. Un instrumento que es un mundo sonoro en sí mismo

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El piano es el camaleón de los instrumentos. Capaz de mimetismo, es una orquesta sinfónica en miniatura. ¿Tiene una especificidad sonora? Por supuesto: ese color, ese timbre que nos permite distinguirlo de inmediato de un contrabajo o un flautín; pero su especialidad es imitar a otros instrumentos. Es un ilusionista.

Si el piano y el pianista son buenos, nos harán vivir la ilusión de que escuchamos una línea vocal, una fastuosa sección de violines, el redoble de timbales, las fanfarrias de los bronces, los pizzicati de las cuerdas, un tutti orquestal…

El piano es un mundo sonoro en sí mismo. Su gama de colores y texturas, y su propiedad para producir con igual eficacia cataratas de decibeles como susurros lo convierten en un universo autosuficiente. No por casualidad, Bartók tituló Mikrokosmos una colección de piezas para piano.

El auge del piano corresponde a una era que hizo del artista un héroe cultural. Los conciertos públicos son un fenómeno reciente. ¿Enormes salas, temporadas sinfónicas, solistas que recorren el mundo con agendas de ciento veinte presentaciones al año (el caso de Rubinstein)? Es una práctica que se consolida a fines del siglo XIX.

Bach no era un concertista como lo es hoy en día Lang Lang: era un maestro de capilla al servicio de reyes y príncipes. Haydn un empleado de Esterházy (dueño de la octava parte del Imperio Austro-húngaro), apenas por encima de los jardineros, palafreneros y cocineros de palacio.

Mozart era un funcionario algo díscolo a quien el arzobispo Colloredo de Salzburgo puso de patitas en la calle. Haydn , después de emanciparse de Esterházy y ser reconocido en París y Londres, y Beethoven en la Viena napoleónica, fueron ya percibidos como potencias de la naturaleza, tsunamis musicales: había nacido la noción del “genio”. De manera concomitante, el piano asumió posesión del siglo, como el águila se posa sobre el peñasco.

El concierto, institución cultural. Aún en tiempos de Beethoven, los conciertos públicos eran infrecuentes. Se llamaban Akademies y solían tener fines benéficos. No se parecían a lo que hoy en día conocemos. ¿Cuántos de ustedes, queridos lectores, hubieran acudido al Teatro de Viena, en pleno invierno, sin calefacción, para oír un programa integrado por las sinfonías Quinta y Sexta , la Fantasía cora l, la Misa en do y diversas improvisaciones de Beethoven? ¡Estamos hablando de cuatro horas de música!

Algunos dirán: “Por escuchar a Beethoven yo iría hasta el fin del mundo”. Atención, amigos: recuerden que Beethoven no era todavía Beethoven: faltaba mucho para que la historia –parafraseando a Pascal– “lo convirtiera en sí mismo”.

Con la proliferación de las grandes salas de concierto, el clavicémbalo –ideal para la intimidad de los ámbitos de palacio– se hizo insuficiente: urgía un monstruo capaz de tragarse en un solo rugido al teatro entero, con todo y su audiencia.

Chopin, quien muere en 1849, dio apenas treinta recitales en toda su vida. Liszt encarnó mejor al moderno virtuoso trashumante, cosmopolita. ¡Qué no daríamos, sin embargo, por haber asistido siquiera a una de las veladas de Chopin: sus ecos reverberan aún en algún recodo de la anchurosa eternidad!

Hoy, el pianista es una mezcla de sumo sacerdote (Arrau), atleta (Rubinstein), poeta (Cortot), “niño maravilla” (Kissin), vedette mediática (Lang Lang), discípulo de Mefistófeles y oficiante de misas negras (Horowitz), embajador de la paz (Barenboim), lunático genial (Gould), suma vestal del templo de Euterpe (Argerich), héroe político recibido entre serpentinas en la Quinta avenida de Nueva York (Van Cliburn)… y muchas otras cosas; pero recuerden: durante mucho tiempo, los músicos no estuvieron por encima de los bufones y juglares de la corte.

Alma de la familia. En el seno de las familias europeas del siglo XIX (especialmente en Alemania y Austria) el piano se convirtió en eje de la vida doméstica, lo que hoy en día hacen la televisión o el Playstation. Típicamente, el papá o la mamá tocaban el piano de manera proficiente, y los hijos el violín y el violonchelo, o practicaban el canto. Eran una pequeña orquesta familiar.

Schubert, Mendelssohn, Schumann, Brahms y, de manera notoria, Hindemith en el siglo XX, produjeron un vasto corpus de música de cámara que, siendo técnicamente demandante, podía ser abordada por intérpretes que eran, stricto sensu , virtuosos. Era música tan bella como la que más: fragante a hogar, a recinto tibio y sagrado.

Hoy, la gente no aprende a hacer música: ¡cuánto más fácil es operar un ipod ! Einstein dijo: “La humanidad no puede ir por tan mal camino desde el momento en que se pueden comprar las nueve sinfonías de Beethoven por algunos dólares y oírlas todas las tardes de la vida”. Por supuesto que tiene razón el viejo, y la tecnología ha operado, en estos casos, como una bendición.

No obstante, más bello es conocer la música “desde adentro”, crearla sobre el lienzo del silencio. No dudo de que sea excitante y estéticamente gratificante leer las grandes novelas eróticas de Anaïs Nin y D. H. Lawrence, pero piénsenlo: ¡acaso sea más divertido hacer el amor!

Para todos. Jefferson, el tercer presidente de los Estados Unidos, tocaba el violín y el piano (breves interludios durante la redacción del Acta de la Independencia ).

El ajedrecista ruso Mark Taimanov fue un destacadísimo pianista clásico. Después de ser vapuleado por Fischer 6-0 en 1971 declaró: “Siquiera me queda aún el piano por consuelo”. Efectivamente, se dedicó a dar conciertos con redoblada asiduidad.

El campeón del mundo de ajedrez, Mikhail Tahl había nacido sin dos dedos de la mano derecha, pero llegó a ser un sobresaliente pianista, abordando piezas técnicamente ingentes, gracias a ingeniosas digitaciones.

El virtuoso amputado del brazo derecho Paul Wittgenstein (hermano del filósofo Ludwig) hizo carrera tocando las obras para la mano izquierda que para él compusieron (¡cuán hermoso gesto!) Ravel, Prokofiev, Strauss, Britten y Korngold.

Científicos tan eminentes como Planck y Heisenberg fueron excelentes pianistas…, y el “principio de indeterminación” no intervino en ello: ningún ser humano debería ser privado del gozo de hacer música. Por fin (cáiganse de espaldas), el gran Pelé, además de guitarrista y cantante, toca el piano con solvencia. Aprendió en sus treguas de ocio… entre cada uno de los 1.281 goles que anotó.

El piano en el cafetal. El piano entró a Costa Rica por Limón; fue parte de la masiva compra de instrumentos que Juan Rafael Mora ordenó en 1854. Hasta hace poco se conservó en Cartago…, pero murió de humedad, comején y soledad, que los pianos son seres extremadamente sensibles al abandono y detestan hacer las veces de muebles para poner sobre ellos tapetes, floreros y fotos ancestrales.

A Costa Rica vinieron a disfrutar de su vejez pianos que pertenecieron a Rachmaninoff y Liszt, pero no revelaremos su paradero por respeto a las familias que los conservan.

El Teatro Nacional es el único escenario latinoamericano con un piano italiano Fazioli, prodigio en el que confluyen la artesanía y la tecnología.

No hay dos pianos iguales: como las personas, son singulares e irreductibles. Tienen personalidad (altivos, díscolos, dóciles, rebeldes, solidarios, simpáticos). Un pianista debe seducir y dejarse seducir por su instrumento.

Las prima donnas se quejan siempre por el mal estado de los pianos. La verdad es que son mucho más frecuentes los malos pianistas que los malos pianos, y mil veces hemos oído a grandes maestros obtener irisadas coloraciones de instrumentos que en manos poco diestras sonaban como latas de zinc en medio vendaval.

El piano nos prueba cuánto de espíritu puede anidar en la materia. ¡Acaso no anduviesen tan despistadas, las filosofías y las religiones animistas de la Antigüedad!