Crítica de música: Poesía que llena estadios

Serrat y Sabina tienen espuela de estrellas

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Yo tenía si acaso 8 ó 9 años cuando me llevaron al Gimnasio Nacional a ver el primer concierto de Joan Manuel Serrat en Costa Rica. Recuerdo la euforia de miles de jóvenes con pantalones de campana, muchachas con blusas de flores y cintas en la cabeza, que gritaban hasta hacer inaudible la voz de aquél muchacho catalán. El coro de adolescentes repetía cada frase de sus letras y cada verso de grandes poetas como Miguel Hernández o Antonio Machado, renovados por la música y puestos en la garganta de todos: “caminante, no hay camino: se hace camino al andar”.

Para ese tiempo, sus discos ya eran parte de la banda sonora de mi casa: Como un gorrión , La paloma , Señora , La fiesta y otras canciones magistrales no paraban de sonar en el pequeño tocadiscos portátil.

Cuando escuché la primera canción de Sabina, ya estaba yo grandecito, allá por el 1988. Una amiga española simplemente nos dijo “tenéis que escuchar a este tipo”, y agregó: “es tan bueno como Serrat, pero muy diferente”. Tomó un casete de El hombre del traje gris y lo puso. El librito con las letras pasó varias veces por las manos del grupo de amigos que estábamos allí, mientras el casete se repetía una y otra vez, volviendo a maravillarnos con Una de romanos , ¿Quién me ha robado el mes de abril? , Al ladrón, al ladrón y otras.

Casi una década después Sabina llegó por primera vez a Costa Rica y fui de los que abarrotaron el Palacio de los Deportes para escucharlo.

Doy estos datos personales solo para disculparme por mi escasa capacidad para ser mínimamente objetivo a la hora de criticar un concierto de cualquiera de ellos. Menos aún un concierto en el que ambos, Serrat y Sabina, se suman, se multiplican y se desdoblan cantando, bromeando, bailando, haciendo malabares y conversando frente a un estadio casi lleno, como si estuvieran en la sala de su casa.

Hecha esta salvedad, voy a tratar de señalar algunas cosas. Aunque al igual que los miles de seguidores, a pesar de la empapada final, salí con una sonrisa y con ganas de seguir escuchándolos toda la noche, el guion teatral de Dos pájaros contraatacan a ratos se me hizo más lento de la cuenta. Sin duda, los dos son grandes “entertainers”, son graciosos, manejan bien las pausas y tienen una “espuela” de estrellas, pero pienso que, en algunos segmentos, los textos (pese a su sagacidad y buen humor) fueron innecesariamente repetitivos y nos privaron del placer de escuchar más interpretaciones musicales.

La banda, formada también por estrellas (con un verdadero “ Dream Team ” de arreglistas) de la talla del maestro Ricard Miralles, Pancho Varona y Antonio García de Diego, entre otros músicos brillantes, tuvo un desempeño impecable, justo, lleno de matices, pero con capacidad para elevar los decibeles y sacar de sus sillas a todo el estadio cuando acompañaron los temas más roqueros de Sabina.

El único lunar en la parte musical lo notamos cuando el maestro Sabina se desenganchó del ritmo de las secuencias, al cantar el clásico serratiano De Cartón Piedra . Vale esta anotación para señalar que, en mi humilde opinión, las secuencias eran del todo innecesarias, pues había capacidad de sobra en el escenario para suplir los instrumentos faltantes (principalmente las trompetas).

Las secuencias garantizan un sonido perfecto, pero son riesgosas, como pudo comprobar el pobre Sabina, tratando de reengancharse con el acompañamiento. Aparte de ese ínfimo lunar, la noche fue estupenda, hasta que la lluvia finalmente se desgajó sobre Tibás.

A mí, particularmente, me quedará el emocionante recuerdo de la Magdalena , cantada por Serrat con acompañamiento de Miralles; la inimitable voz de Mundstock (Les Luthiers) presentándonos a los dos polizones del Titanic; la intimidad de “Esos locos bajitos”, con vino y a dos voces; el escenario en llamas con La del pirata cojo ; y el cierre con Para la libertad , ese himno de Miguel Hernández que nunca dejará de recordarnos que la poesía no se hizo para estar guardada en las bibliotecas, sino para iluminar las noches oscuras, para salvarnos de los naufragios de la guerra y de la política, para llenar estadios y convertir a más de 20.000 personas en sobrevivientes, en náufragos agradecidos de una noche de noviembre.