Página Negra Jesse Owens: El antílope de ébano

Nació hace 100 años; ganó cuatro medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Berlín y hasta el mismo Hitler lo saludó, pero en su país lo despreciaron porque era negro.

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Hijo del viento. Señor del rayo. Sobre la pista era un relámpago oscuro. Su sombra luminosa irradió por un instante al hombre más oscuro del siglo XX. Desde el balcón de honor, el Führer Adolfo Hitler levantó su aria mano y saludó al atleta que pulverizó el mito de la raza superior.

Así lo trató el dictador y genocida alemán en las Olimpiadas de Berlín, en 1936, donde ganó cuatro medallas de oro. Cuando regresó a Estados Unidos, volvió a su puesto de ascensorista en un hotel y el presidente norteamericano, el demócrata Franklin D. Roosevelt, ni siquiera lo invitó a la Casa Blanca y nunca estrechó sus manos.

James Cleveland Owens era nieto de esclavos; hijo de un campesino y una criada, uno de once hermanos. A los siete años recogía 100 libras de algodón para contribuir al sustento hogareño. La bronquitis y la neumonía casi lo matan a los nueve años.

El primer día de clases el maestro le preguntó el nombre y él le dijo “Yi Si”, Owens; el educador entendió Jesse y así se quedó para la gloria: Jesse Owens. Otros afirman que el apelativo derivó de las iniciales “JC” de un viejo amigo de la familia.

Henry Owens y Emma Fitzgerald fueron los padres de Jesse, quien dio sus primeras patadas en Oakville, Alabama, el 12 de setiembre de 1913. Nació en una choza miserable y nadie daba un centavo por su futuro, si es que un negro podía tenerlo en aquellos años.

El padre dejó el empleo en una fundición y probó suerte en un pequeño terreno, donde sembró maíz y algodón. Aunque era tan solo un niño, Jesse dobló el lomo sobre el arado y en los ratos libres asistía a la escuela.

La plaga del gusano rosado cayó sobre la cosecha de algodón de Henry y lo dejó en la miseria; por eso él, Owens y su hermano Prentice emigraron –en 1922– a Cleveland para buscar trabajo. Apenas reunieron un poco de dinero se trajeron al resto de la familia, contó en su biografía The Jesse Owens Story , de 1970.

Con apenas nueve años el pequeño ingresó a la escuela St. Claire y con tal de pagarse los estudios repartió abarrotes, cargó camiones, fue “pistero” en una gasolinera y zapatero remendón.

Como las cosas iban de mal en peor los Owens cambiaron de casa y Jesse ingresó al Bolton College, donde combinó su trabajo de repartidor de leche con las lecciones de secundaria. De ahí pasó a la Fairview School, atraído por la enseñanza deportiva.

Sus compañeros lo despreciaban por flaco, esmirriado y malnutrido. El alfeñique, para no aburrirse en el recreo, corría y corría alrededor del campo de beisbol.

Ahí lo vio Charles Riley, mentor y profesor de gimnasia, quien profetizó: “Dentro de unos años serás el mejor atleta del mundo”. El deporte fue su catarsis para escapar de la discriminación racial.

Muchos años después, en 1976, el presidente Jimmy Carter le entregaría una medalla en reconocimiento a su grandeza y dijo: “Ningún atleta simboliza mejor la lucha del hombre contra la tiranía, la pobreza y la intolerancia racial”.

Leyenda viva

La madre de Jesse lo reprendía porque llegaba tarde del colegio, pues este nunca le dijo que entrenaba al final de las clases. Incluso llegó a simular la firma de “mama Emma” en un certificado médico, con tal de que lo dejaran seguir en las competencias.

Ella se enteró cuando acudió a un festival deportivo y vio a su hijo ganar el salto de altura; conoció a Riley y él le habló de las extraordinarias cualidades atléticas del joven.

Las carencias siempre persiguieron al deportista. Debido a la falta de una pista tuvo que entrenar sobre la acera, y marcó tiempos tan impresionantes que su entrenador creyó tener descompuesto el reloj.

Jesee cambió de colegio y se matriculó en la Escuela Superior East Tech, donde Harrison Dillard sería su nuevo entrenador, sin abandonar nunca a Riley, a quien pedía continuos consejos.

Para cubrir los gastos colegiales trabajó como vigilante en el invernadero de East Tech por seis dólares a la semana, que entregaba íntegros a su madre.

A partir de 1933 el nombre Jesse Owens comenzó a sonar en el ambiente atlético y ese año aplastó el récord mundial de salto de longitud para estudiantes, con una marca de 7,55 metros; también igualó el registro mundial en 100 metros lisos y detuvo el cronómetro en 10,4 segundos.

Cerca de 28 universidades se disputaron al fenómeno negro y este mantuvo su lealtad a la Ohio State, sobre todo para estar cerca de su familia y de su mentor, a quien deseaba emular convirtiéndose en entrenador.

En la Big Ten Conference, en Michigan el 25 de mayo de 1935, Jesee realizó las más grande hazaña estudiantil al establecer cuatro marcas mundiales en 100 yardas lisas; 220 yardas lisas; 220 yardas con vallas y salto de longitud.

Con una zancada corta explosiva, elegante y una capacidad de salto espectacular, el joven sorprendió a los cronistas deportivos que le impusieron el mote de “El antílope de ébano”. Los periodistas lo compararon con un animal oscuro, escapado de las sabanas africanas para dejar al mundo sin aliento.

Lo más extraordinario fue que realizó todas las hazañas en 45 minutos, con un severo dolor de espalda ocasionado por una caída que sufrió, la noche anterior, en unas escaleras.

De espíritu sencillo, un periódico sensacionalista intentó montar un escándalo con las supuestas infidelidades de Jesse, asegurando que tenía una amiguita, una tal Kinsella Nickerson, hija del director de una próspera empresa de seguros en Los Ángeles.

Su novia, Minnie Ruth Salomon, le exigió cumplir el enlace que le había prometido; ella dejó su trabajo en un salón de belleza para laborar en una institución del gobierno. Se casaron y tuvieron tres hijas: Gloria, Beverly y Marlene.

Ya estaban cerca 1936 y Hitler, el déspota germano, alistaba unas Olimpiadas jamás vistas para enaltecer la superioridad aria y mostrar el nacimiento del superhombre, gracias a la propaganda de dos de sus más connotados devotos: Joseph Goebbels y Leni Riefenstahl.

Gloria y desprecio

El mundo iba rumbo al Apocalipsis. Estados Unidos salía maltrecho de la peor crisis económica de la historia; en Europa los dioses de la guerra retumbaban sus tambores.

Como aperitivo a la II Guerra Mundial el canciller alemán, Adolf Hitler, vio en los Juegos Olímpicos la oportunidad dorada de exhibir los avances de la nueva sociedad que estaba moldeando, basada en la supremacía aria y en el ideal del superhombre.

Los atletas alemanes entrenaron como poseídos con tal de ganar todas las medallas de oro; Carl Diem, el secretario general del comité organizador recuperó los ideales griegos olímpicos y Siegfried Eifring, ídolo teutón, encendió el pebetero el 1 de agosto de 1936, describió el History News Network.

En el aire el colosal dirigible Hindenburg custodiaba los cielos; los espectadores enloquecían ante la soberbia inauguración; en las calles y negocios 25 pantallas gigantes de televisión –el invento de moda– transmitían en vivo las imágenes dirigidas por Riefenstahl. El director de la cadena NBC felicitó personalmente a Goebbels por la espectacular producción.

El régimen nazi prohibió a los atletas judíos participar, pero abrió la puerta a los negros, entre ellos dos americanos: Ralph Metcalfe y Jesse Owens. Eifring y los corifeos del Führer pensaban que Owens era un simio parlante y no un ser humano superdotado, que en seis días hizo de nuevo el mundo.

Pese a las tesis racistas norteamericanas Owens viajó en el mismo avión que el resto de la delegación estadounidense; se hospedó en el mismo hotel y comió con sus colegas blancos.

El primer día de competencia ganó la presea de oro en 100 metros planos, con 10.3 segundos. “Mientras corría, creí tener alas” declaró a un periodista. A la mañana siguiente, corrió los 220 metros planos en 20.7 segundos; otra marca mundial. En salto de longitud, atendió los consejos de su rival alemán Lutz Long y alcanzó 8.6 metros; otro oro al saco. La cuarta medalla, con marca incluida, fue la de relevos en 400 metros: 39.8 segundos.

En el desfile de cierre “El –Hitler– levantó la mano cuando yo pasé y yo le correspondí levantando la mía”. escribió Owens en sus memorias.

El pueblo alemán adoró a su ídolo negro; le pedían autógrafos en la calle y en 1984 bautizaron una vía con su nombre. En la Alemania nazi, lo trataron como a un igual, comentó William J. Baker, el biógrafo de Owens.

Como rechazó la exigencia federativa norteamericana para realizar una gira de exhibición por Europa y pagar así los gastos del viaje fue excluido para siempre de todas las competiciones.

Así le recordaron lo que era ¡un negro! Regresó y no hubo fanfarrias en el aeropuerto; solo estaba su familia y el viejo profesor Riley. En plena campaña electoral el Presidente Roosevelt se negó a recibirlo, darle la mano y menos aún tomarse una fotografía.

Nunca más volvió a correr. Regresó a la parte trasera de los buses, al puesto de ascensorista en el Waldorf Astoria, a competir contra caballos; trabajar de DJ de jazz ; un socio lo estafó en una lavandería; impartió charlas de superación personal a jóvenes y organizó espectáculos.

Adicto al cigarrillo, murió de cáncer de pulmón el 31 de marzo de 1980. Durante años ocupó una tumba solitaria en Tucson, hasta que otros rescataron su recuerdo y recibió cientos de homenajes póstumos, libros, documentales, películas y medallas.

Jesse Owens solo sabía correr, como cuando era un niño entre los campos de algodón, con un paquete, con un telegrama, con una bolsa, con lo que fuera; así ganó su libertad, a golpe de látigo: viendo el salto, olvidándose de todo.